Un techo para los pobres

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Los apresurados contratistas y los funcionarios creen que un apartamento gratis es más que suficiente para ellos. Es gente que lo ha perdido todo en el desplazamiento o en los padecimientos de la pobreza extrema.

Sin embargo: el techo no es una dádiva, es un derecho. Y aunque nada tienen les quedan unos restos de dignidad a los que se aferran. Por eso, al pie de los flamantes edificios de sus apartamentos reclaman su derecho a la dignidad y al futuro.

Las vagonetas que se deslizan en silencio entre las colinas del occidente de Medellín dejan, allá abajo, unos fragorosos conjuntos de vivienda de clase media y arriban a la estación Aurora, una moderna edificación que examinan con curiosidad los turistas que acaban de coleccionar asombros y fotografías en su viaje por cable.

Todavía impresionados por el hallazgo, abandonan la estación y su asombro se renueva ante el espectáculo de la Ciudadela Nuevo Occidente: unos bien alineados edificios de hasta nueve pisos, todos dedicados a vivienda de interés prioritaria, les proporcionan una nueva sensación; “son familias de desplazados que aquí tienen sus apartamentos dentro de un programa de vivienda gratuita”, les informa el guía que no disimula su orgullo ante la cara de sorpresa de los visitantes.

Los más enterados de entre ellos saben que este proyecto oficial obedece a una sentencia de la Corte Constitucional que no admite que el derecho a una vivienda digna pueda equipararse a un simple techo ni se pueda considerar como una comodidad, “debe ser concebido como el derecho a tener una vivienda digna o adecuada, a vivir en seguridad, paz y dignidad” (Sentencia T 088).

En consecuencia, la ley 1448 en su artículo 13 impulsó la creación de mecanismos para lograr el acceso de la población desplazada a la vivienda, la que recorrían con su mirada y con sus celulares estos turistas: bloques de a dos torres de nueve pisos, con 86 apartamentos por bloque, en donde habían encontrado refugio familias de campesinos que, acosadas por la violencia guerrillera o paramilitar, habían llegado a la ciudad, en la mayoría de los casos sin más haberes que la ropa que traían puesta. Se podían presentir estos ocupantes en las prendas que se oreaban en las ventanas, y en los gritos de los niños que alborotaban en la calle.

Al regresar a sus países estos turistas repetirán la historia de la experiencia vivida tanto en el transporte por cable como en una ciudadela que responde de modo espectacular a la dramática situación de los desplazados y de hogares de extrema pobreza.

Sin embargo, en 2012 la Consultoría para los Derechos Humanos y el desplazamiento no fue tan entusiasta como los turistas. Esta entidad reclamó la implementación de las medidas de protección de los derechos fundamentales de las comunidades afrocolombianas (parte de los ocupantes de la ciudadela) “porque se destaca un muy bajo nivel de cumplimiento”.

En efecto, los turistas no habían entrado a los edificios ni habían conversado con sus ocupantes. Les había hecho falta mirar la otra cara de la ciudadela.

Dr-EG

Panorámica del Valle de Aburrá

La otra cara

Esta es la que descubrieron, al llegar, los nuevos propietarios de los apartamentos de Nuevo Occidente. El modelo de esta ciudadela, con el mismo diseño arquitectónico y urbanístico e idéntica tecnología de construcción se ha dado en Altos de las Sabanas de Sincelejo, en la Ciudadela Mía de Quibdó, y en el Campo Madrid, de Bucaramanga. Y es lo que han venido estudiando, entre otros, en la Escuela de Hábitat de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Medellín. Sobre el estudio que estudiantes y profesores adelantan Vida Nueva obtuvo reveladores datos.

Vida Nueva consultó, además, a líderes comunales de la ciudadela Nuevo Occidente y registró las opiniones y expresiones de Jorge, César, Alejandro, y de Diana 1, de la Junta de Acción Comunal, y de Diana 2, líder departamental de Acción Comunal. Fue evidente que en cada una de sus respuestas y comentarios se repetía lo que, en distintos escenarios, se ha venido denunciando en los últimos años, en busca de soluciones. Porque los flamantes edificios de vivienda de interés social no han sido una solución integral en cuanto a condiciones de habitabilidad.

DSC09641-optPara los estudiantes y profesores de la Maestría en Hábitat que investigaron este plan de vivienda ha sido una fuente de problemas que el proyecto se mire como una solución total en todo el país, “sin tener en cuenta contextos sociales, culturales”. Lo visto en Medellín, Quibdó, Bucaramanga y Sincelejo es el mismo sistema cajón o túnel, una forma industrializada de construcción que reduce la cantidad de trabajadores, es liviano, abarata la construcción y acorta los tiempos de trabajo, por tanto, aumenta los rendimientos. Esos cajones resultan del vaciado de cemento en una formaleta, y repetidos en todas partes, como fórmula única, ignoran “la diversidad social, cultural, geográfica, climática y paisajística de cada región”, observan en su investigación los arquitectos y expertos en Hábitat (Valoración, 55).

Una comparación entre las viviendas que tuvieron que abandonar los desplazados, o los tradicionales refugios de los pobres extremos, y los apartamentos de estas nuevas ciudadelas permite echar de menos las condiciones de privacidad y las condiciones propicias para las acciones colectivas. En el caso de la población negra “las fachadas de colores identifican a la familia”, las de extracción campesina, a su vez, reclaman el patio o solar. Es un modelo de vivienda, anotan los académicos, que no atiende ningún tipo de particularidad cultural y amenaza con el sacrificio de la diversidad” (Valoración, 42).

Al examinar en su conjunto lo que han encontrado estos desplazados y víctimas de la pobreza extrema, los investigadores concluyen que “los niveles de precariedad en la calidad de vida y vulneración de sus derechos se han mantenido” (Valoración, 15).

Les daba la razón una de las habitantes, citada por Diana, la líder comunal local, después del extenso informe sobre las debilidades y vacíos del programa de vivienda: “de buena gana me regresaría a mi casa de Moravia”. Esa mujer había salido de su barrio, construido sobre un basurero, por el peligro que ofrecía, pero después de su experiencia en la ciudadela añoraba aquel barrio y su casa. ¿Por qué?

La mirada del habitante de Nuevo Occidente

Desde-Colombia-con-las-comunidades-campesinas-en-r-2Su primera visión fue la de un edificio de apartamentos como los que se levantan en los barrios de gente rica. La segunda fue la de los pasillos, pobremente iluminados, casi tan oscuros como túneles, con claridad al fondo, pero casa es casa y si es gratuita, mejor. Sin embargo, ese olor de aguas negras, esos muros de color verdinegro de humedad, y, al abrir la puerta del apartamento: “aquí no vamos a caber. Esto es una alcancía”. La suya es de cinco, pero hay familias de 7, 9, 10 personas, para acomodar en 45 metros cuadrados, un área para dos personas. “Y hablar pasito porque al lado oyen todo por lo delgadas de las paredes”. En la ciudadela Mía, de Quibdó, que aún no está habitada, los vecinos y visitantes echan de menos la ventilación: las corrientes de aire que recorren las viviendas de aquel lugar de temperaturas más que cálidas, refrescándolas; en estos apartamentos no existe ese aire fresco porque el muro medianero interrumpe la corriente. “¿Usted se imagina dormir en este calor?”, observan todos.

Tras la observación, comienzan a rectificar la complaciente y alegre afirmación de que “casa nueva es casa nueva”.

Que la zona de ropas está al lado de la cocina y se les pega a los vestidos el olor a comida; pero esto fue lo de menos, observan los de Nuevo Occidente. Diana 1 decía: “la mierda de todos nosotros corre por los techos de las cocinas y ya se han presentado problemas de desagües en los techos de las cocinas”. Meses después aparecieron las primeras grietas. ¿Había cedido el terreno? ¿Efecto de algún temblor de tierra? “No, materiales de baja calidad. Para ahorrarse unos pesos algún contratista aumentó la arena y disminuyó el cemento”, sentenció un maestro de obra con la prueba en la mano.

Los del último piso, a su vez, comprobaron, desolados, después de unos aguaceros que los techos no estaban impermeabilizados y que comenzaba el golpeteo de las goteras; para colmo de males los abuelos tenían que subir, renqueando y apoyados en sus bastones, las escaleras de cuatro o cinco pisos. Peor aun cuando se trataba de personas en silla de ruedas: ¿por qué no les habían asignado apartamentos en el primer piso? Habría sido demasiado pedir a una estructura que privilegiaba lo aleatorio sobre lo racional o lo humanitario. A nadie le habían dado la oportunidad de exponer su situación antes de la asignación de apartamento.

Esto último suponía el conocimiento de cada familia por parte de algún equipo de trabajo social o una consulta a los beneficiarios. Por el contrario, todo estaba decidido desde una altísima e inaccesible instancia, cuyas determinaciones tenían alcance nacional y para las que contaba una cifra: 100.000 viviendas gratis en urbanizaciones como Nuevo Occidente y la Ciudadela Mía de Quibdó; una cifra deslumbrante de ceros a la derecha que se veía muy bien en los titulares de prensa y en las pantallas de televisión. Para esas casas había un presupuesto que debería alcanzar, y unos plazos que se debían cumplir; cualquiera exigencia cultural, asistencial o humana debía caber en los términos de ese propósito.

Por eso comienzan a ser explicables hechos como el que denunciaba un grafiti que en letras blancas resaltaba en una gran piedra asentada en una zona verde: “¡No más edificios!”. Las zonas verdes reducidas al mínimo, el hacinamiento en los apartamentos multiplicado con el apiñamiento de los edificios, explicaba ese grito que era como el desesperado manoteo de alguien que se ahoga y que reclama aire.

El otro hecho lo ven los turistas como un pintoresco detalle, pero los que habitan los apartamentos lo conocen y lo padecen. Delante de los edificios y sobre los andenes se alinean puestos de venta a pleno sol o precariamente protegidos por sombrillas de colores en donde se venden jugos, útiles escolares, frutas o dulces. Algunos ofrecen café o helados conservados en heladeras de icopor. De puertas para adentro en los edificios existen apartamentos que durante el día son zapaterías, peluquerías, carnicerías, bares, billares o sastrerías. Así, la zona de vivienda se ha convertido en zona comercial llena de gritos, equipos de sonido a todo volumen, olores y conflictos.

Los turistas leen sin entender los anuncios que se asoman a las ventanas del flamante edificio: sastrería, billares, carnicería. O el muy revelador: “se vende este apartamento”. Detrás de ese aviso hay un propietario que me dice: “conozco apartamentos que en 30 o 40 años no han necesitado reparación. El que tengo aquí, en tres años ya necesita reparación de los muros con fisuras”. Y luego agrega: “el ruido a todas horas, las peleas, los malos olores; perros, gatos, cerdos, loros, ¿se puede vivir así?”.

Entre unas y otras de estas quejas queda en evidencia la explicación: antes de venir a la ciudadela con la expectativa de llegar a un paraíso, todos tenían su trabajo en las cercanías o en la propia casa, separada de las otras casas; al llegar a estos edificios no encontraron lugar, aunque les habían dicho que existía una zona comercial. Y allí está, en una edificación levantada para ese propósito, y así como la veo ahora con las puertas sólidamente cerradas ha permanecido desde que ellos llegaron; les dijeron entonces que no había instalaciones eléctricas. Esa y alguna otra misteriosa razón explican la clausura de la zona comercial.

El lugar alejado de la ciudadela y el limitado servicio de transporte configuran lo que con acento de lamento transmite uno de los líderes que me informan: “diariamente se nos pierden de dos a tres horas de nuestra vida mientras vamos o venimos de nuestro trabajo”. Lo decía mientras sobre nuestras cabezas iban y venían las cabinas del cable, uno de los más audaces sistemas de transporte de la ciudad.

Las mismas misteriosas razones de la ubicación alejada de estos edificios se adivinan detrás de la falta de un jardín infantil, de un puesto de salud insuficiente, de un colegio con capacidad limitada. La más elemental planeación hubiera podido dar cifras y criterios para proveer servicios de acuerdo con el tamaño de la población; pero es evidente que esa previsión no se tuvo, o que ante ella predominó el hecho de unos presupuestos escasos.

“Pero hay más”, me dicen antes de explicarme que lo que había comenzado a fragmentar el desplazamiento lo completó la asignación de apartamentos. La red social original de estas familias, hecha de parientes, vecinos y amigos desapareció al llegar a la nueva vivienda. Se sintieron entre extraños, y el hacinamiento y la desconfianza agregaron lo suyo hasta impedir una civilizada convivencia en los edificios, que hubieran podido impulsar unos talleres de capacitación antes del traslado a sus nuevas viviendas. La agudización de las tensiones, la multiplicación de los conflictos aconsejan, solo ahora, la creación de organizaciones comunales.

La lista de agravios es larga, pero no está dicho todo. También les toca pagar servicios públicos domiciliarios de agua, acueducto, alcantarillado, basuras y telecomunicaciones entre 220.000 y 420.000; por eso el cierto desespero para tener ingresos y por la distancia que los separa de sus trabajos y su impaciencia cuando recuerdan que su condición de propietarios de estos apartamentos les eleva los puntos del Sisbén y excluye de beneficios como el acceso al restaurante escolar o a las guarderías o el subsidio para la asistencia hospitalaria.

Hacía rato los oía, tomando nota de sus quejas hasta que pude preguntar: “¿y esto puede resolverlo alguien? ¿Los administradores de los edificios, acaso?”. “Sí existen”, me dijeron, pero sin respaldo. ¿Las juntas de vecinos? Cuando se logran constituir no son escuchadas. El esquema vertical que rige en este proyecto no permite que los de la base tengan contacto con los grandes tomadores de decisiones. Me recordaron entonces a ese funcionario que aparece en unos videos que la universidad preparó. Allí lo vi y lo oí, seguro y satisfecho de sí mismo a pesar de su pobre discurso, lleno de palabras y vacío de respuestas, que me hizo sentir que asistía a un diálogo de sordos.

Las propuestas

medellin.govNo fue lo que pensé al llegar a la gran aula del colegio en donde una arquitecta exponía, apoyada en una presentación de Power Point, el proyecto de construcción de una ampliación de las instalaciones escolares. Minutos antes había visto el lugar donde se levantará la biblioteca; allí había funcionado un laboratorio de cocaína; al frente, la gritería de unos muchachos que jugaban futbol me llamó la atención sobre el redondel de una antigua plaza de toros de un rejoneador vinculado a actividades de narcotráfico.

Los proyectos de esos nuevos servicios para los habitantes de la ciudadela parecen un conjuro para expulsar definitivamente el recuerdo de los tiempos oscuros en que estas colinas habían sido convertidas en refugio de mafiosos.

Los estudiantes y profesores de la Universidad Nacional de Medellín con este ejercicio, que es un primer paso, se están constituyendo en la voz y la conciencia de esta comunidad de pobres. Su estudio los ha llevado a formular una serie de propuestas que, al tiempo, muestran las deficiencias de este proyecto oficial de viviendas de interés prioritario.

La primera se refiere al acompañamiento. Desplazados y víctimas de la pobreza extrema se han sentido solos al llegar a una construcción que necesita mantenimiento, manejo de instalaciones y adaptación a una nueva condición como titulares de una propiedad horizontal. Hasta ahora el proyecto los ha acompañado de modo limitado para asumir su nueva condición y sus nuevas instalaciones.

El futuro de estos núcleos de vivienda cambiará cuando se atiendan las necesidades de trabajo de la población, con la construcción y apertura de un área comercial para uso y explotación de los beneficiarios del proyecto.

Los investigadores han detectado, además, la necesidad de un espacio común que sirva lo mismo para la deliberación, para la fiesta, para el culto religioso. Ha aconsejado mal la idea de que construirles un techo es suficiente.

Es cuestión de salud, que la comunidad que habitará el proyecto de Quibdó disponga de espacios para la práctica del deporte. Junto con esta se ha formulado la propuesta de una zona de basurero, que podría generar puestos de trabajo.

La experiencia de estos programas de vivienda enseña, también, que el proceso de sorteo para las adjudicaciones es inconveniente y que debe adoptarse un sistema que respete las redes sociales y mantenga las comunidades originarias.

Cercana a esta propuesta es la del acompañamiento para preparar a las personas para la convivencia. Si el cambio de colegio de un niño genera un impacto, el cambio de hábitat de las familias y de la comunidad tiene que ser preparado.

Una propuesta preventiva para otros desarrollos del proyecto es la reconsideración del área de los apartamentos. 45 metros cuadrados son insuficientes para familias de dos personas. Se requiere, anotan, “una vivienda más flexible para un mayor número de personas”.

En efecto, no basta tener un techo. Las necesidades humanas son más amplias que eso: desde los centros de capacitación de mano de obra y para acceder a un empleo, hasta el estímulo de las capacidades artísticas, se multiplican las posibilidades que se les abren a personas que han escapado de la violencia y de la injusticia y para quienes un desarrollo humano y social no es una dádiva sino un derecho

Javier Darío Restrepo

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