Scholas Occurrentes y las amistades particulares

José María del Corral (responsable de Scholas Occurentes) y el papa Francisco
José María del Corral y Francisco

José María del Corral (responsable de Scholas Occurentes) y el papa Francisco

JORGE OESTERHELD (DIRECTOR DE VIDA NUEVA CONO SUR)

Es difícil añadir una sola palabra más a todo lo que ya se ha dicho y se dice sobre la corrupción, que como una peste se extiende en las más diversas sociedades y en las más variadas formas de gobierno. Uno de los motivos por los cuales las llamadas “clases dirigentes” han perdido prestigio y autoridad es, justamente, la cantidad de ocasiones en las que quienes mayores responsabilidades tienen en la sociedad son los que, una y otra vez, se encuentran vinculados a casos de corrupción en el ejercicio de sus funciones.

Ese desprestigio lleva a un estado permanente de sospecha, especialmente sobre los políticos, que se extiende luego a la actividad política misma. Por ese camino se pone en peligro la democracia como forma de gobierno y todas las instituciones que en ella tienen su sustento. No se trata solo de los negocios oscuros de algunos delincuentes, todo el orden social se ve afectado.

La palabra corrupción tiene su origen en co-romper: romper con otros. Nunca es una acción solitaria, exige cómplices y tiende a extenderse generando más y más complicidades. Una vez que se aceptan determinadas prácticas, ya no es fácil salir de esos círculos perversos en los que se establecen aquellos fuertes vínculos que generan los engaños y las mentiras. En el origen de la corrupción están la falsedad y la hipocresía. Una falsedad que parece apropiarse de las personas hasta dejarlas ciegas, incapaces de distinguir entre la realidad y la mentira que ellas mismas construyeron. El corrupto es un ser atrapado, no puede volver hacia atrás y, en el futuro, solo le queda seguir por el mismo camino. Por eso lo que se roba nunca es suficiente y fácilmente se cae en la violencia, que puede terminar con la vida de alguien que “sabe demasiado”, o sea, que puede desnudar la mentira, poner en evidencia a los hipócritas.

Pecadores y corruptos

En varias ocasiones, el papa Francisco ha señalado que no es lo mismo ser pecador que ser corrupto. El pecador reconoce su situación, la lamenta, intenta modificarla. En otras palabras: no se miente, no falsea la realidad. La cuestión está claramente expuesta en el libro El nombre de Dios es misericordia, escrito por el periodista Andrea Tornielli. Allí Francisco señala que “el corrupto es quien peca, no se arrepiente y finge ser cristiano”. Atrapado por la mentira en la que vive, es muy común en nuestras sociedades que el corrupto sea alguien que “finge ser cristiano”.

Desgraciadamente, los ejemplos abundan; vamos a recordar solo dos: dictadores que arrasaron los derechos humanos y alternaban sus crímenes con misas y comuniones entregadas por importantes dignatarios eclesiásticos; o, también, empresarios que hambrean a sus empleados y hacen ostentosas donaciones para obras de caridad que son recibidas con entusiasmo y públicamente agradecidas. Parece que ya es tiempo de una reflexión pastoral profunda, clara, explícita, sobre algo tan obvio que la sabiduría popular ha inmortalizado con una expresión irreemplazable: “Cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía”.

¿Cuándo se va a aprender en la Iglesia una lección tan clara? ¿Acaso no es evidente que para muchos corruptos la cercanía de los clérigos, o la pertenencia a alguna institución religiosa, forma parte de su mentira? Cuando en medio de la noche se intentan esconder millones de dólares en una casa religiosa, queda patéticamente escenificada la mentira obscena de unos y la ¿ingenuidad? de otros.

En el mismo libro, el Papa dice: “No es fácil para un corrupto salir de esta condición para realizar una reflexión interior. Generalmente, el Señor lo salva a través de grandes pruebas de vida, situaciones que no puede evitar”. Quizá la lamentable escena de “los millones en el monasterio” sea una de esas grandes pruebas, no solo para los corruptos, sino también para quienes en la Iglesia deben, como los santos, aprender a desconfiar. Si no lo hacen, será de ellos de quienes habrá que dudar.

En el nº 2.994 de Vida Nueva


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