Higiene para las ideas guerreras

TARINGA

Detrás de toda guerra azuzan ideas guerreras. Es imposible cargar de munición los fusiles si antes no se han infectado las mentes de los tiradores.

Es claro que la gran mayoría de los combatientes rasos marchan a la muerte propia o ajena con un gran sapo atragantado. Sus células se resisten a pelear ofreciendo el riesgo de su única e insustituible existencia. El miedo vuelve de piedra el entusiasmo. Van al campo de Marte obligados.

La guerra contemporánea es máquina gélida que engulle cuerpos, sensibilidades, voluntades. A manera de licuadora, su impulso centrífugo se convierte en atracción centrípeta de la cual es ilusorio sustraerse.

Pero los jefes de la guerra se esmeran en proponer las razones por las que morir y matar es ser héroe de la patria o de la causa. Siembran en sus subalternos ideas simples, motivaciones que operan como fuerza motriz del dedo índice en el gatillo.

En las conflagraciones universales, como las guerras mundiales, es difícil descubrir esta ponzoña inoculada en cada soldado. Son demasiado monumentales, son infiernos orbitales, desbordan cualquier postura individual.

Los millones de muertos son resultado industrial, no cosecha de una ira fundamentada. La escala de la destrucción equivale a la de la naturaleza cuando emite sus sentencias de terremoto, tsunami, pandemia. En estos casos, un hombre separado de otros hombres es igual a una brizna que trunca el viento.

Las guerras de los dos últimos siglos en Colombia son otra cosa. Son balaceras campesinas, en que los contrincantes se asemejan demasiado. Mismo color de piel, misma hambre de nacimiento, mismos apellidos. Con mucha frecuencia dos hermanos se ladran desde bandos adversarios.

También son guerras que todavía recuerdan el cuerpo a cuerpo. A pesar de la tecnología que brindan los dólares del narcotráfico y las asesorías de las potencias internacionales, los rivales se miran a los ojos, se trituran a machete, se descuartizan para desaparecer evidencias.

De ahí que los brazos asesinos tengan que ser guiados por ferocidades espirituales, si no en todas las etapas de la contienda, por lo menos en los orígenes de la ira: liberales contra conservadores, chusmeros contra pájaros, guerrilleros contra paramilitares, soldados contra “el enemigo”.

Aquí aparecen los ideólogos. No son grandes pensadores, son más bien fabricantes de consignas y fórmulas sencillas. Como tales, estas expresiones se anquilosan en dogmas que exponen visiones de sociedad en blanco y negro.

Provienen de las religiones que segregan a los hombres en buenos y malos, o de doctrinas políticas que presentan a la sociedad como un amasijo de contradicciones antagónicas.

Unas y otras predican que la solución pasa por aniquilar al contrario, que es demonio o explotador o imperialista o comunista. Esta maniobra no se hace en paz, reclama guerra. Y cada cual se alista en un bando hermético.

Por lo general, el día en que se firma la paz y se entregan los fusiles no es el mismo día en que las ideas guerreras desaparecen. Han guiado las conductas bélicas con valores superiores a la vida. Se han establecido como segunda naturaleza en los cerebros de los enfrentados. Han contado con propagandistas enfurecidos.

De ahí que la construcción de la paz incluya la higiene de pensamientos y sentimientos. La reconstrucción nacional no es asunto de meros ladrillos, huertas y empleo. Es imperativo un rescate cultural.

Arturo Guerrero

Periodista y escritor

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