“No se las doy como la da el mundo”

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Los ángeles la anunciaron a los hombres de buena voluntad, Jesús la dio a sus discípulos en su discurso de despedida e hizo de ella, ya resucitado, su estilo, su forma de saludar a los discípulos. La paz fue la herencia que Jesús les dejó a ellos y a todos los que, con el paso del tiempo, habríamos de creer y esperar en Él. “Mi paz os doy”.

No fue una simple promesa. Jesús la dio, la que está fundada en la verdad; no la que da el mundo, la de los hombres, sino la suya, la de Dios.

Con razón el mismo Señor lo advirtió: “no os la doy como la da el mundo”. La que Él nos da nos hace libres, es fuente de alegría y nos libera del miedo. La que dice dar el mundo, digamos los hombres, si es construida con sofismas, con estrategias mentirosas, inspiradas en falsas promesas y en manifiestas injusticias, no será más que un espejismo, una ilusión. Y es que la paz, la que se funda en la verdad, la que viene de Dios, esa no la puede dar cualquiera. Él la desea, la da a los suyos y quien la recibe de Él en su corazón, sólo ese, puede darla a sus prójimos.

La paz, la verdadera, la estable, la del corazón, la que produce alegría y libertad, es un signo claro e incontrovertible de la presencia de Dios. Es esa presencia o acción de Dios en nosotros la que nos hace capaces de vivir y trabajar en perfecta armonía con el proyecto de Dios, con nosotros mismos y con nuestro prójimo, con nuestro planeta Tierra, nuestra oikos, la que nos sirve de inspiración para un goce sano de la vida, del trabajo, del ocio, de la amistad, de la vida en sociedad.

Quiere decir que hay una diferencia abismal entre la paz que da Dios, la que nos da Jesús resucitado, y aquella de la que hablan los hombres. Estos sienten la necesidad de la paz, la negocian y la prometen a un pueblo, pero estando lejos de Dios, que es quien la da; fracasan en sus intentos porque sin verdad no puede haber paz y la verdad no se negocia.

Se puede poner fin a las guerras, se puede firmar un acuerdo, y eso llamarlo paz, pero pasa el tiempo, renacen los conflictos entre los pueblos y en el interior de los mismos los hombres toman de nuevo las armas para hacerle la guerra a la verdad y a la vida, es decir, a Dios, que es el autor de ambas. No somos hombres de paz simplemente porque hablemos de paz; tiene que haber voluntad de paz, y pedirla a quien nos la puede dar, Dios.

De aquí nace la invitación a que tal como lo hicieron los primeros discípulos, los colombianos busquemos en el Señor resucitado la paz que Él les dio, que hizo de ellos hombres nuevos, libres, y les dio la fuerza para ir por el mundo anunciando a los hombres su paz. Habiendo ya celebrado la pasión y muerte del Señor, su resurrección gloriosa debe ser para nosotros, como lo fue para Pedro y sus compañeros, una experiencia profunda que nos llene de paz y de alegría como ciudadanos de una nación que necesita la paz pero no encuentra el camino porque no quiere reconocer que el verdadero autor, la verdadera fuente de paz, es Dios y que solo Él es quien nos la puede dar.

P. Carlos Marín

Presbítero

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