La distensión de ‘Amoris laetitia’

JESÚS SÁNCHEZ CAMACHO | Periodista y profesor CES Don Bosco

Érase una vez un hombre que tenía dos brazos. Dos brazos fuertes, musculosos, duros. Eran dos brazos formidables cuando trabajaban y dos brazos terribles cuando amenazaban, acogedores al abrazar, mortíferos al golpear. Eran, sencillamente, dos brazos de hombre. Pero los enemigos del hombre mandaban en la ciudad”. Así se iniciaba La parábola del hombre que tenía los brazos atados (VN, nº 518, 14-04-1966), relato que narraba a unos gobernantes congregados para deliberar qué hacer con aquellas extremidades.

Ante el dilema de echarlo, optaron por lo menos estridente: atarlo. “Y hubo paz en la ciudad, porque ya el hombre no podía (…) mover los brazos (…), ni levantarlos para protestar”. Pero, acostumbrado a no ejercitar los músculos, el hombre ya no pudo mover los brazos cuando sus amigos lo liberaron. Probablemente, el autor de la parábola vaticinaba la parálisis de España cuando fuera liberada de sus ataduras.

Algunas laderas eclesiales han ignorado a aquellos que, dentro de la Iglesia, han visto reducido el movimiento de sus brazos. Con presteza, los han descartado de actividades comunitarias y condenado ante cualquier irregularidad moral, por no citar la inquina de otros en las redes sociales. Pero la exhortación Amoris laetitia ha venido a destensar esa cuerda, para evitar que el músculo del brazo se atrofie y que el ser humano se convierta en algo distinto: una insensible marioneta.

En el nº 2.984 de Vida Nueva

 

ESPECIAL ‘AMORIS LAETITIA’:

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