¿Qué le dicen los acuerdos de paz al ciudadano colombiano?

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Según la comunidad internacional, “el proceso adelantado entre el gobierno colombiano y las FARC puede considerarse como uno de los más avanzados e innovadores de todos los procesos de paz firmados hasta el presente en el mundo” (Anuario del Proceso de Paz. Barcelona). Bendito Dios. Hay unas bases serias para la paz. Hay, además, muchas estructuras creadas y mucho apoyo internacional, para asegurar el cumplimiento bilateral de lo pactado. Por ello, ahora, hay que poner la mirada en que los acuerdos son el fin de la guerra y el comienzo de la construcción de la paz. Pero que, además, los colombianos tenemos la palabra.

¿Por dónde comenzar? Por un diagnóstico nacional, para clarificar las consecuencias de la guerra que sufrimos durante cincuenta años y definir el deber y las posibilidades de la paz. En primer lugar, se parte de la certeza de que los acuerdos suponen que la guerrilla renuncia a las armas y al narcotráfico. Es el final de la guerra y ello marca el comienzo de la paz. En segundo lugar, y sobre todo, es definitivo redescubrir el papel del ciudadano colombiano en la tarea de construir la paz y derrotar la indiferencia ciudadana. El ciudadano no fue invitado a las negociaciones para finalizar la guerra. Pero tuvo muchos espacios, especial y afortunadamente, representados por las víctimas. Y tiene el deber y el derecho a ser invitado por el Estado a construir, en el posconflicto, la paz integral que nunca hemos tenido. El posconflicto es un espacio muy propio para la ciudadanía. Y la paz es, fundamentalmente, una construcción social y ciudadana. Esta es una nueva etapa en la vida de Colombia.

Hay que incorporar particularmente al campesinado que fue incorporado a la guerra como actor y como víctima. Gran parte de la paz será una reconstrucción agraria. Es necesario dar un lugar muy importante, una mirada particular a la vocación natural de los territorios, a la vocación de sus tierras, y su producción apropiada; a la distribución justa e incluyente, según, el derecho a la propiedad y el derecho al usufructo. Pero también, y muy particularmente, los pobres y los jóvenes deben asumirse como primeros sujetos de la paz. Es una muy clara y renovada garantía para el presente y el futuro.

Además, son necesarias reformas sociales y políticas de fondo, orientadas a la vigencia constitucional de los derechos y deberes fundamentales e irrenunciables. Esa es su columna vertebral. Y la recuperación de los derechos le quita la razón a las violencias revolucionarias. Desaparecidas las armas y la violencia, se necesita más ciudadanía y más Estado. La paz es la hora de la institucionalidad.

Para todo ello hay que repensar nuestra cultura nacional tan polarizante. Una verdadera cultura de la violencia, desde el comienzo de la república en el siglo diecinueve. Luego la violencia liberal–conservadora de la primera mitad del siglo veinte. Nacen luego la violencia marxista y las guerrillas, el paramilitarismo y la represión del Estado. Y todo ello porque nos caracterizamos por la violencia social y cultural, intolerante y extremista. La violencia familiar, la desigualdad de la mujer y las intransigencias contra la evolución sexual; la intolerancia con los diferentes, el racismo y la violencia cotidiana; los combos y el narcotráfico. Incluso las violencias ideológicas y religiosas. Incluida la grave violencia contra la naturaleza.

El cambio cultural y la participación democrática son los primeros pasos para construir la paz. Una verdadera revolución. Es, pues, necesaria una gran pedagogía por la paz. La violencia está en la mente y el corazón de los colombianos. ¡Pero estamos en cambio! Subámonos al tren de la paz. Estamos iniciando una nueva etapa de la vida colombiana.

Mons. Nel Beltrán

Obispo emérito de Sincelejo

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