¿Privatizar la misericordia?

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Aportes para no quedarse en una vivencia superficial del Jubileo

Se ha puesto de moda la palabra “misericordia”. Con motivo del Año de la misericordia, la palabra “misericordia” aparece en todo. Antes también se usaba. La encontrábamos en oraciones del misal, en peticiones, en homilías y exhortaciones, pero quizás pasábamos rápido sobre ella y no éramos tan sensibles a su uso ni a su sentido. A lo mucho la relacionábamos con el perdón de los pecados, y no más.

Pero con todo y su uso (y hasta abuso), aún la expresión misericordia no logra tener el alcance teológico que merece. Se sigue usando como algo marginal, secundario o solo por cumplir con un año dedicado a la misericordia, con sus procesiones, santuarios, indulgencias y confesiones. Nos abocamos a cumplir con el jubileo y sus formalidades, pero en lo fundamental, poco o nada cambia.

Un año dedicado a la misericordia debería ser el impulso a continuar (¿o empezar?) la renovación de la Iglesia y de la vida cristiana desde el principio compasión y misericordia, es decir, desde la opción de Jesús por los pobres.

El teólogo brasileño Jon Sobrino dedicó buena parte de su reflexión teológica a profundizar en el principio compasión–misericordia y en lo que él llama “Iglesia samaritana”. Para este teólogo, y para muchos otros que después de él han hecho teología de la Iglesia, el principio compasión–misericordia es el principio que hace a la Iglesia al estilo de Jesús. Pues así como este principio fue estructurante en la vida de Jesús, lo es también de la vida de la Iglesia.

Jon sobrino llama la atención sobre la importancia de entender de modo adecuado este principio: “porque puede connotar cosas verdaderas y buenas, pero también cosas insuficientes y hasta peligrosas: sentimientos de compasión (con el peligro de que no vaya acompañado de una praxis), obras de misericordia (con el peligro de que no se analicen las causas del sufrimientos), alivio a las necesidades individuales (con el peligro de abandonar la transformación de las estructuras), y actividades paternales (con el peligro del paternalismo)”.

Al preferir la expresión “principio-misericordia” a la sola expresión “misericordia”, Sobrino y otros teólogos como Metz y Pagola lo hacen no solo para evitar estos peligros (presentes ya en el año del jubileo de la misericordia), sino sobre todo para mostrar que el principio misericordia “es el principio fundamental de la actuación de Dios y de Jesús y de la Iglesia”.

La parábola del Buen Samaritano permite ver que el principio-misericordia describe el actuar de Dios, de Jesús, de sus discípulos y de todo ser humano autentico. Para Jesús, la misericordia está en el origen de lo divino y de lo humano. Dios se rige por este principio, los humanos deben regirse por él. A este principio se supedita todo lo demás.

La misericordia, afirma Sobrino, es lo primero y lo último. No es un simple ejercicio de las “obras de misericordia”, aunque pueda y deba expresarse en ellas. “Es algo mucho más radical: es una actitud fundamental ante el sufrimiento ajeno, en virtud de la cual se reacciona para erradicarlo, por la única razón de que existe tal sufrimiento y con la convicción de que, en esa reacción ante el no deber ser del sufrimiento ajeno, se juega, sin escapatoria posible, el propio ser”.

El peligro de reducir la misericordia a puros sentimientos u obras de misericordia consiste en tolerar la “anti-misericordia”. Cuando la misericordia se entiende como principio, se reacciona a la erradicación del sufrimiento. Por eso Jesús habla de “conmoción de las entrañas” y su vida se caracteriza por una praxis liberadora y transformadora del sufrimiento de los pobres, de los débiles, de los privados de su dignidad, de los excluidos y marginados.

Si la celebración del jubileo del Año de la misericordia lo reducimos a las formas tradicionales y rutinarias de celebrar estos jubileos en la Iglesia de hoy, la Iglesia no se sentiría llamada a dejarse configurar en su ser y actuar por el principio-misericordia, que es lo fundamental y central. En palabras de Jon sobrino: “Muchas cosas deberá ser y hacer la Iglesia; pero, si no está transitada de la misericordia de la parábola, si no es, antes que nada, buena samaritana, todas las demás cosas serán irrelevantes y podrán ser incluso peligrosas si se hacen pasar por principio fundamental”.

El papa Francisco ha insistido en una Iglesia en salida, samaritana, accidentada, que sale a las periferias existenciales, que se hace hospital de campaña. El lugar de la Iglesia en el mundo es fuera de ella, en un lugar bien preciso: donde acontece el sufrimiento humano, en un movimiento de reacción para erradicarlo. Es claro que ella no es la única comprometida en ello. Por eso junto con otros actúa y reacciona para que se respete la dignidad de todos.

Pero qué paradoja. Un jubileo dedicado a la misericordia puede estar dejando a la Iglesia encerrada en sí misma. Puede acontecer que hagamos las peregrinaciones solicitadas, las confesiones y rituales establecidos, que nos movilicemos por las indulgencias y que pasemos por la “puerta de la misericordia”, pero que nada de eso nos “conmueva las entrañas” ante el sufrimiento ajeno. De este modo, nos pareceríamos más a las personas “religiosas” y “piadosas” de la parábola del buen samaritano: el sacerdote y el levita, que ocupados y preocupados en cosas del templo y muy religiosas, pasaron de largo. No se detuvieron frente al herido del camino.

La acción evangelizadora corre el riesgo de alimentar una religiosidad privada, difusa, emocional y sentimental, ajena y separada del principio misericordia. Y muchos de los modos que asume en la actualidad el año de la misericordia, son signos de este riesgo. Cuidado: no podemos privatizar la misericordia.

Manuel José Jiménez R.

Presbítero

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