Hablar con Dios

Carlos Amigo, cardenal arzobispo emérito de Sevilla CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla

Era buena costumbre, la de Moisés, la de subir al monte de cuando en cuando. Allí hablaba con Dios de las alegrías y de las desdichas del pueblo que caminaba por el desierto. Suplicaba ayuda y misericordia para quienes estaban necesitados de la protección divina.

Para el hombre de fe, la vida descansa en Dios. Este es el primero y el más profundo de los convencimientos. Para reconocerlo así, habrá que superar esos limitados horizontes de rígidos intelectualismos que anulan la capacidad de poder seguir siempre adelante y de dar un salto más allá de los límites de la inteligencia y del conocimiento meramente sensible.

Carcoma de la vida es la indiferencia. Nada interesa, nada entusiasma. Lejos del fatalismo, del nihilismo y del desinterés posmoderno, el creyente se acepta a sí mismo como llamado, querido y enviado por Dios. No existe en quien cree atisbo alguno de altanería ni de desprecio hacia los demás. Es la responsabilidad de ser lo que uno es: creyente en el Dios único que da sentido a la realidad de nuestra vida y de la historia.

Buena práctica es la de querer vivir en continua conversación con Dios. Hay una complicidad recíproca en el interés por la búsqueda y el encuentro. El hombre quiere ver a Dios y Dios quiere encontrarse con el hombre. Auténtico deseo que implica el ponerse en contacto con quien es la misma sabiduría y tratar, en la intimidad más sincera, de cuanto atañe a la vida de la persona y su relación con Dios, de aquello a lo que aspira y de lo que preocupa a la sociedad y a cada uno de los individuos que la componen.

En seguida se comprende que es una buena obra de caridad el hablar con Dios y contarle lo que le ocurre a la humanidad y pedir la gracia suficiente para que el amor y la paz sean no solamente el objetivo a alcanzar, sino el comienzo para conseguir aquello que se anhela.

Mientras se habla con Dios, que esto es orar, se van abriendo las puertas del corazón del hombre, y adora, agradece y suplica por uno mismo y por las necesidades de todas las gentes. El hablar con Dios es sublime obra de misericordia, pues la humanidad entera necesita de esa santa conversación.

En el nº 2.980 de Vida Nueva

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