David Bowie, entre Dios y el hombre

La religión en la vida y música del genial cantante y compositor

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Un mural en honor a David Bowie, en Londres

David Bowie, entre Dios y el hombre [extracto]

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | Tañen campanas por David Bowie (Brixton, Londres, 1947). Muere un hombre renacentista, un espíritu vanguardista, un músico, porque Bowie fue también protagonista de un peregrinaje espiritual que le llevó a una relación compleja, tumultuosa, con Dios y con la fe. En Bowie no existían absolutos; todo era puesto en duda, el arte y la música, el instante y el todo, la vida y la religión. Fue muchos yo, encarnó personajes que se confundieron con él mismo, ejerció una libertad absoluta y una continua búsqueda: en la vida y en la música. No quiso repetirse jamás. Pero siempre tuvo un eje sobre el que giraron sus canciones y su ser mismo: Dios y la espiritualidad, el más allá y la humanidad.

Starman, Somebody up there likes me, Space Oddity, Bus stop, Changes, Modern Love y otros tantos temas hablan de ello. Oraciones, silencios, peticiones, reproches. El gran ojo de Dios en todas partes. “Cuestionar mi vida espiritual siempre fue el germen de lo que escribo. Siempre. Eso es porque no soy del todo ateo y eso me preocupa. Hay algo en mí que sigue creyendo”, afirmó en la revista Rolling Stone en 2003: “Bueno, soy casi ateo –acabó por manifestar–. Denme un par de meses”. A la vez que se preguntaba a sí mismo poco después: “Es cierto que Dios existe… ¿de verdad creo eso? Si todos los demás clichés son ciertos… Bueno, mejor no me preguntes por eso”.

Había una lucha entre el Dios y el hombre, entre el creyente y David Bowie, entre la fe y la institución eclesiástica, fuera evangelista o católica. Incluso budista. En Modern Love, por ejemplo, una de las canciones más conocidas de Bowie, escrita y grabada en 1982, con aquel estribillo a dos voces: “Nunca caeré en manos de/ (Amor moderno) camina a mi lado/ (Amor moderno) sigue de largo/ (Amor moderno) me lleva a la Iglesia a tiempo/ (Iglesia a tiempo) me aterra/ (Iglesia a tiempo) me incorpora/ (Iglesia a tiempo) me hace confiar en Dios y el hombre/ (Dios y el hombre) sin confesiones/ (Dios y el hombre) sin religión/ (Dios y el hombre) no crean en el amor moderno”.

Bowie ha sido la banda sonora de una época. Y sus idas y venidas sobre Dios siempre han estado en ellas, a veces de manera muy críptica: ese hoy creo, mañana soy ateo, luego agnóstico, ahora no tan ateo, y vuelvo a empezar, se refleja constantemente en sus entrevistas y su treintena de discos. “La religión es para la gente que tiene miedo de irse al infierno. La espiritualidad es para aquellos que han estado ahí”, afirmó a finales de los 90, según recoge el libro David Bowie, el hombre que cambió el mundo, de Wim Hendrikse. En Radio Vaticano, el año pasado, se llegó a confesar, o casi, mientras admitía que Dios ha jugado “un papel muy importante” en su vida: “Me dirijo muy a menudo a Él, y mientras más viejo soy, Él se vuelve un punto de referencia”.

De rodillas en Wembley

Está también ese David Bowie recitando el Padre Nuestro de rodillas en aquel memorable concierto en recuerdo de Freddie Mercury el 20 de abril de 1992 en el Estadio de Wembley. Y está aquel otro de respuestas manieristas, como señaló a la revista Epok en 2003: “Lo que encuentro difícil es en lo que crecí, el cristianismo que tuerce la espina dorsal y sigue órdenes. Soy un cristiano muy malo. Ya no soy cristiano”.

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Dos días antes de fallecer, David Bowie cumplió 69 años y presentó su último disco Blackstar

Mientras que reorganizaba su discurso, adaptándolo a modas y terrenos comunes: “No puedo evitar pensar que los inicios del cristianismo no tienen nada que ver con lo que conocemos hoy. Era una serie de consejos humanísticos sobre la vida y la supervivencia cotidiana. El Nuevo Testamento es un libro censurado, con pasajes escogidos, y se dejó de lado todo lo que se ha reencontrado hoy en los manuscritos del Mar Muerto, o el Evangelio de Tomás. Pienso que la palabra de Cristo era más cercana a la de los gnósticos”.

Y está, por supuesto, ese Bowie heterodoxo de, por ejemplo, aquel videoclip de The Next Day hace poco más de un año –su regreso tras una década de silencio musical– en el que se inviste del Mesías y convierte una discoteca en un cabaret para sacerdotes, con prostitutas y travestis. La letra, en tanto, habla de tentación y corrupción. Aquel incluso que afirmó en 2004 a Esquire: “Estoy en el temor del universo, pero no necesariamente creo que haya una inteligencia o agente detrás de él. Tengo una pasión por lo visual en los rituales religiosos, a pesar de que pueden estar completamente vacíos y carentes de sustancia. El incienso es poderoso y provocativo, ya sea budista o católico”.

Entonces ya había renunciado también al budismo, pero recordó qué le atrajo de esa confesión oriental: “Yo decidí hacerme budista con 18 años, y lo que me atraía del budismo es que nadie interfería en tu relación con Dios. El concepto occidental de Iglesia no me interesa, por todo lo que tiene de disciplina militar, de férreo control social”.

Sombras, luces, tinieblas. Así era Bowie, un icono de la música del siglo XX y un símbolo de que entre rock, glam, soul, krautrock, folk, jazz o música electrónica, la religión fue una constante preocupación y también un consuelo. Lázaro resucitado, la fe que regresa intacta como una necesidad mientras viene la muerte.

Su testamento musical: “Mírame, estoy en el cielo”

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En el videoclip de ‘Lazarus’, aparece con los ojos vendados, postrado en la cama de un psiquiátrico

Blackstar, el disco publicado el día de su cumpleaños, el 8 de enero, tan solo dos días antes de su muerte, es el testamento de David Bowie: “Mírame, estoy en el cielo”, canta. Era su despedida. Pocos sabían de su cáncer terminal. Así se sentía: una “estrella negra” en el espacio, seguramente cerca de Dios. Ese tema, que abre y titula el disco, son casi diez minutos de sonido muy perturbador que presenta una tierra asolada por religiones oscuras.

En Lazarus, la tercera pista, incluye múltiples referencias a una muerte que sabía inminente: “Mira aquí arriba, estoy en el Cielo/ tengo cicatrices que no pueden ser vistas”. En el desasosegante videoclip aparece con los ojos vendados, postrado en la cama de un psiquiátrico, como si observara su propio funeral: “Oh, seré libre / justo como ese pájaro azul / Oh, seré libre / No como yo ahora”.

Aparece luego blandiendo un libro con una estrella negra, entre extraños personajes poseídos y tres espantapájaros crucificados en lo que se podría interpretar como una crítica al fanatismo religioso, y él mismo aparece como una especie de predicador de alguna religión poco recomendable. Es lo que sostiene el saxofonista Donny McCaslin, que grabó con Bowie este último disco: que la historia se refiere al ISIS. Nunca se sabrá.

Lazarus también es el título de un musical en el que Bowie se había volcado en el Off-Broadway de Nueva York –fue estrenado el 7 de diciembre– y que llegará este año a Londres. Está basado en la novela de ciencia ficción El hombre que cayó a la Tierra, de Walter Tevis, cuya adaptación cinematográfica –realizada por Nicolas Roeg en 1976– estuvo protagonizada por el mismo Bowie. Una tragedia. La de un extraterrestre que se siente completamente humano en la desorientación y en el constante sentimiento de indefensión que experimenta al verse rodeado de mundo que le cuesta comprender: el mismo David Bowie.

En el nº 2.973 de Vida Nueva

 

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