Juan José Omella: “Que nunca haya más guerras ni divisiones entre nosotros”

El nuevo obispo de Barcelona toma posesión de la diócesis “libre de prejuicios” en plena crisis política

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El abrazo entre Juan José Omella y Lluís Martínez Sistach durante la toma de posesión

JOSÉ BELTRÁN (BARCELONA) | Cosas de la Navidad. Esperaban un rey con espada y ejército. La señal fue otra. Un Niño envuelto en pañales. Recostado en un pesebre. Otros esperaban a un político de púlpito. Tanto es así que algunos se fueron a Roma para exigir nacionalidad y carné de partido. La señal fue otra. Un misionero de Teruel, que se dirigió con la misma facilidad en catalán que en castellano a quienes escuchaban. Citando lo mismo a Saint-Exupéry que al profeta Jeremías.

En su pueblo, Cretas, siempre se ha hablado el “chapurriao”, un dialecto aragonés. De pueblo, sí. Pero con mirada cosmopolita y universal. La que le dio vivir un año en el Congo y otros tantos arrimando el hombro con Manos Unidas. Comprometido con los últimos, fue el único obispo que se manifestó para pedir un pacto contra la pobreza, cuando se llevaban pancartas de otra índole. Así aterrizó el 26 de diciembre como nuevo arzobispo metropolitano. De la mano del cardenal ya emérito Lluís Martínez Sistach y de su auxiliar, Sebastià Taltavull.

Juan José Omella no lo tiene fácil, tal y como está el patio. Con un Mas que parece estar de más y unos comicios en el horizonte que añaden más incertidumbre y cansancio. Revuelto en lo electoral, cansado en lo social y secularizado en lo eclesial. “Como Abraham, me he puesto en camino hacia una tierra y hacia una comunidad que tengo que empezar a conocer para poder amar con todo mi ser. Ese camino quiero hacerlo libre de prejuicios, con un corazón abierto y unos oídos atentos”, explicó ante un templo repleto. Le acompañaron casi 60 obispos, con los cardenales Ricardo Blázquez y Carlos Amigo al frente. El nuncio Renzo Fratini le encomienda, en el nombre del Papa, que busque “llegar a todos” al estilo del Buen Pastor, “sirviendo a la unidad en la comunión”.

Él respondió con el objetivo de servir a todos, sin reproches ni servilismos, “libre de prejuicios con un corazón abierto”. Sin etiquetar ni etiquetarse. Sin dividir. “Que nunca haya más guerras ni divisiones entre nosotros”, subrayó. Lástima que no le oyeran desde el primer banco ninguno de los líderes políticos que se dejan ver por calles aledañas.

“Siento en mi corazón mucho temor y temblor”. Esta confesión ante su nueva feligresía vino acompañado de una invitación a superarlo “codo con codo con vosotros, porque todos somos y formamos la Iglesia”. Para ello, fuera el inmovilismo. Si Francisco se ha fijado en él para dar oxígeno la Iglesia española, exige cambio. “Evangelizar hoy en el mundo exige de nosotros una gran conversión. No podemos anclarnos en viejos métodos o en ideologías mundanas”. Punto de partida bergogliano para recordar que “la Iglesia, cuando se hace a sí misma el centro de su misión, pretende encerrar a Jesucristo dentro de sí y no lo deja salir. Se llega a creer que tiene luz propia”.

La nueva sede no le quita el sueño. Si en algo tiene callo, es en la pastoral del encuentro. En anteponer el diálogo a cualquier guión elaborado en un despacho. De ahí que tras su aterrizaje oficial, celebrara la fiesta de las familias en la obra de Gaudí, pusiera su báculo y mitra a los pies de Nuestra Señora de la Mercé y mantuviera un encuentro con el abad de Montserrat.

No en vano, es uno de los artífices del consenso de los dos grandes documentos de la Conferencia Episcopal del pasado 2015: Iglesia, servidora de los pobres y el Plan Pastoral. Aun así, sabe que habrá arenas movedizas. Pero lo solventó con humor en su toma de posesión, bromeando sobre las “pocas cruces” portadas hasta ahora. “A lo mejor me esperan aquí”. Y la catedral se sonrió.

En el nº 2.971 de Vida Nueva

 

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