Tánger, una Iglesia alentada por la misericordia y la indignación

José Antonio Pagola relata su experiencia en la diócesis de Santiago Agrelo

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El arzobispo Santiago Agrelo

JOSÉ ANTONIO PAGOLA | He estado unos días en Tánger. He podido conocer una Iglesia pequeña, muy pequeña, como un “grano de mostaza”, que diría Jesús: algo mas de 2.000 diocesanos. Una Iglesia que vive como “levadura escondida” dentro de una inmensa población musulmana. Una Iglesia que no puede anunciar su mensaje desde lo alto de los minaretes, pero que, con su vida al servicio de los pobres, nos está gritando a las Iglesias y pueblos ricos de Europa el Evangelio de Jesús: “No podréis nunca servir a Dios y a sus pobres, si seguís sirviendo al Dinero”.

Ahora sé para qué podrán servir nuestras iglesias cuando terminen de vaciarse, si nuestros corazones endurecidos por el bienestar siguen sintiendo cada vez menos la necesidad de celebrar a Dios. La Iglesia de Tánger ha llenado sus templos de niños hambrientos de la calle, de mujeres maltratadas, violadas o abandonadas junto a sus pequeños, de dementes que no interesan a nadie. En estas iglesias se da culto al Dios de la misericordia, al Padre defensor de los pobres. Todos los días se celebra con más verdad que en muchas de nuestras catedrales europeas la Cena del Señor y se hace memoria de Jesús, el Enviado a anunciar a los pobres la buena noticia, a los cautivos la liberación y a los oprimidos la libertad.

Aquí sirven a los más indefensos y desvalidos órdenes tan antiguas como los hijos de san Francisco o congregaciones tan recientes como las Misioneras de la Caridad, fundadas por la Madre Teresa de Calcuta. Aquí están, a los pies de los pobres, algo más de una docena de congregaciones religiosas e institutos seculares, limpiando sus cuerpos, curando sus heridas y acariciando sus corazones. Nadie se entera en Europa. No saldrán en ningún titular de la prensa que nosotros leemos. No serán noticia en los telediarios de las grandes cadenas televisivas. Solo Dios conoce sus nombres.

Inmigrantes en la Diócesis de Ceuta

En el monte Musa y el bosque Bel Yunes, en las cercanías de Ceuta, malviven unos seiscientos subsaharianos

Huyendo del hambre y la miseria que azota a los pueblos subsaharianos, han ido llegando estos últimos años hasta esta pequeña Iglesia hombres y mujeres extenuados por la dura travesía del desierto y maltratados sin piedad por diferentes mafias. Solo los mantiene en pie la esperanza de encontrar entre nosotros pan y hogar. Pronto se encuentran en Tánger con una trágica alternativa: subir a una mísera patera que los puede llevar al fondo del Mediterráneo o asaltar las alambradas de Ceuta y Melilla provistas de cuchillas que los pueden dejar malheridos en tierra de nadie.

El corazón de esta Iglesia, desbordada ya por los pobres, enfermos y hambrientos de sus propias calles, se ha conmovido y les ha abierto sus puertas. En las delegaciones diocesanas de Cáritas y de Migraciones se ha intensificado la actividad. Todas las semanas, diferentes colaboradores/as, con su obispo Santiago Agrelo a la cabeza, se acercan hasta el monte Musa y el bosque Bel Yunes, en las cercanías de Ceuta, donde malviven unos seiscientos subsaharianos, acosados, según dice el obispo, “por las enfermedades, la intemperie, los militares, la corrupción, el miedo y la desesperación”. Les llevan mantas y plásticos para que se protejan del viento y del frío de la noche; zapatillas deportivas y calzado para moverse por aquel agreste lugar; agua potable, aceite, pan, arroz… para no perecer desnutridos… Pero les ofrecen ante todo el calor de su amistad, la fuerza del amor solidario y el aliento de la esperanza.

Mientras tanto, más en retaguardia, otros miembros de la pequeña Iglesia visitan en las cárceles a quienes han caído en alguna redada de la policía marroquí, o curan en sus dispensarios y comunidades a quienes llegan heridos por esas cuchillas que cortan y lesionan brazos y piernas, truncando el camino de los emigrantes hacia una vida más digna. De manera callada, sosteniendo desde la oración a esta Iglesia de la misericordia, he encontrado también un Carmelo que hasta hace poco se estaba extinguiendo y ahora renace con nueva vida.

Tras sus paredes, nueve hijas de santa Teresa, de nueve nacionalidades diferentes, hacen realidad aquel deseo que, de niña, llevaba a la Santa a ponerse en camino hacia tierras de misión. Me han dicho que algunos musulmanes llaman a este edificio “La casa de Dios”. Tienen razón. Estas mujeres viven aquí ante Dios intercediendo por los pobres, pidiendo por la paz y la justicia en el mundo entero, y alabando a Dios porque su misericordia hacia sus hijos, sean cristianos, musulmanes o agnósticos, no tiene fin.

El arzobispo Agrelo y la indignación profética

Esta Iglesia de Tánger vive hoy indignada. En el corazón de su obispo se ha despertado la indignación profética. No pueden callar ante la tragedia inhumana de lo que está sucediendo en las fronteras del sur de Europa. En los últimos veinte años han perdido la vida en estas fronteras más de 20.000 personas. Esta Iglesia quiere ser la voz de esos pobres emigrantes que no tienen voz alguna, y también la voz frente a Estados y organismos como el sistema europeo de vigilancia de fronteras (Eurosur), que tienen demasiada voz.

Misa  migrantes diocesis ceuta

Misa de campaña en el campamento de los migrantes

La Iglesia de Tanger está denunciando que “las medidas adoptadas hasta ahora por los gobiernos europeos para el control de las fronteras del sur han sido y son un fracaso político y humano, pues dejan a los inmigrantes en una situación de abandono”. Como dice el obispo Agrelo, “Europa legisla y paga: los fuertes determinan dónde empieza y dónde acaba la libertad de los débiles; los sobrealimentados deciden sobre la mesa de los hambrientos, de modo que a los pobres no solo les falte el pan, sino que les cierren también los caminos para que puedan ganarlo dignamente”.

La denuncia es muy concreta: “Se están dejando sin protección derechos fundamentales de estos emigrantes, como son: el derecho a la vida, a la libertad, a la seguridad; el derecho a que nadie sea sometido a la esclavitud; el derecho a que nadie sea víctima de la mafia; el derecho a que nadie sea tratado de forma cruel, inhumana o degradante”. El obispo denuncia que, “por intereses económicos, estos derechos universales son hoy derechos no vigentes en los caminos de los emigrantes”.

Esta Iglesia de Tánger pidió ya en diciembre de 2013 a las autoridades españolas que “dispongan la retirada inmediata de las concertinas instaladas en las vallas de Ceuta y Melilla, por tratarse de instrumentos que violan derechos fundamentales de las personas y en nada favorecen el deseado desarrollo moral, cultural y económico de la sociedad española y de la Unión Europea. Las cuchillas solo causan dolor y muerte”.

El obispo Santiago y su Iglesia hablan en nombre de los que sufren y mueren injustamente en las fronteras del sur de Europa. Ese sufrimiento cruel e inhumano es el que carga sus palabras de una autoridad absoluta. Toda política de fronteras ha de reconocerlo si no quiere ser cómplice de crímenes contra la Humanidad. Toda Iglesia ha de atenderlo si no quiere vivir a espaldas de lo que más ofende a Dios: el sufrimiento y la muerte de unos seres humanos inocentes, solos e indefensos.

¿Nos atreveremos a seguir a Jesús
por los caminos de la misericordia y de la indignación profética?
¿Acogeremos a los refugiados que huyen de la guerra
y a los inmigrantes que escapan del hambre?

¿Nos atreveremos en nuestras parroquias y comunidades cristianas a seguir a Jesús por los caminos de la misericordia y de la indignación profética? ¿Acogeremos a los refugiados que huyen de la guerra y a los inmigrantes que escapan del hambre, o viviremos encerrados solo en nuestros intereses? El papa Francisco nos alerta con estas palabras: “La indiferencia y el silencio abren el camino a la complicidad cuando vemos como espectadores a los muertos por sofocamiento, penurias, violencias y naufragios”.

En el nº 2.965 de Vida Nueva.

 

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