El método del Sínodo, el triunfo de Francisco

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Piso la plaza de San Pedro cuando el Sínodo cruje. Por lo sabroso. O ruje. Por lo que cabe esperar. Levanto la mirada. Intuyo –la miopía no perdona– a los padres de Teresa de Lisieux en el tapiz de la canonización bajo el balcón que nos dio a conocer al papa Francisco. Una familia difuminada en los altares. Embobado. Casi tropiezo por distinguir las figuras. Con otra familia, de turistas. Les tenía cerca, no necesitaba gafas para esquivarles, pero no les vi. Recién aterrizado en Roma, me cuentan que algunos sinodales se han pasado estas tres semanas de encuentro sin graduarse la vista. Ni se aclaraban con dónde tenían que apuntar a lo lejos, pero mucho menos se arriesgan a toparse con lo que tienen de frente. Ya ven, a mí también me pasa.

Llegaron al Aula Pablo VI con los anteojos graduados con las dioptrías de antaño, sin pensar que quizá toca cambiar hasta de montura. Con la excusa de la doctrina, para no moverse un ápice de sus planteamientos. Se sentaron para estructurar el Sínodo de los divorciados y Francisco les preparó el Sínodo de las familias. Se empeñaron en un sínodo para la doctrina y se está cocinando el sínodo de la experiencia. Uno entiende –que no comparte– las resistencias que alguno tendrá después de décadas de inmovilismo curial. Quizá se sentían cómodos con una sucesión de intervenciones que invitaban al bostezo, que repetían una y otra vez las bondades de los tesoros de la fe sin contemplar la inmensidad de no creyentes que había más allá. Era más cómodo. Inmovilista, pero cómodo. Con secretarios generales como Jan Pieter Schotte, que traía todo precocinado de casa. Solo bastaba recalentar el texto final en el microondas de las correcciones ortográficas y de estilo el último día, emplatarlo con un par de citas de doctores de la Iglesia y encíclicas varias, y listo. Nada en lo que aventurarse. Nada de complicarse la vida. Eso, para quienes están en la trinchera. En el hospital de campaña.

Hasta que llegó Francisco. Y decidió montar un servicio de atención de Urgencias en Santa Marta con sucursal en el Aula sinodal. Y cambió la palabra mágica –no se ofenda nadie porque utilice el término mágico, es solo una metáfora–: método. Fin de los tres minutos para hablar de mi libro en la Asamblea general y puerta abierta al debate en los círculos menores. Grupos de trabajo real. Sin temor a ser señalado o juzgado. Con argumentos para hablar de los fracasos de la pastoral prematrimonial, de cómo acercarse a quienes no se casan por la Iglesia, de tiritas para curar las heridas de esos hogares “imperfectos” a ojos de los fariseos. Espacio para matizar y apostillar. Para escanear a las familias con las que uno se tropieza ante el obelisco. Y así pasa, que los textos que de ahí salen están pulidos y aprobados por mayoría a la búlgara. No por pensamiento único, sino precisamente porque el consenso es posible cuando se tiene una base común. “No acepto eso, pero si incluyen esto otro, lo respaldo…”. Cultura del encuentro aplicado en el kilómetro cero de la Iglesia universal.

Aparecida al fondo

Así han trabajado los padres sinodales, deconstruyendo el Instrumentum laboris, que algunos coronaron como documento pontificio para denostarlo cuando solo es un texto que nace con el único objetivo de morir en las discusiones de los círculos menores. Lo han subrayado, lo han tachado, lo han cortado. En algunos, como en el círculo de habla francesa, se ha palpado tensión. No todo puede ser color de rosa cuando se habla de realidades de la familia en cinco continentes y se busca acercarse al otro sin perder la referencia propia. Es lo que tiene también el nuevo método.

Bergoglio no ha inventado nada que no haya hecho antes. Se llama método Aparecida. O colegialidad. Quienes conocen cómo se trabaja en el CELAM constatan esa falta de agilidad, pues allá son capaces de aliarse con los iPads y los portátiles para recoger a tiempo real las intervenciones y ser más eficaces en tiempos de cara al documento final. Coger músculo es cuestión de práctica. Defectos calculados. Una vez más, la Iglesia americana ejerce de maestra de una embalsamada Europa, entretenida en teologías de lo abstracto.

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Más preocupantes resultan quienes han cuestionado el método de base. Han tenido que abandonar sus seguridades, el control que mantenían sobre toda palabra que se pronunciaba en el Aula sinodal o se escriba en cualquier documento. Es el “defecto” de trabajar en comunión. No significa que todos se unen a mi postulado, sino que juntos encontramos una solución. Ese fue el origen de la pretenciosa carta con la que arrancó el Sínodo. Lo de menos es si el contenido hecho público era el que firmaron. O si lo suscribían trece –número que invita a la superstición– o nueve –no menos interesante para el Eneagrama–. Importa que quienes la promovieron trabajen codo a codo con Francisco. No viven en Almazán o en Akonibe. Podrían haberse sentado con Bergoglio en Santa Marta para hacer escuchar sus reclamaciones. Pero prefirieron hacerlo a través de un medio de comunicación. Confundieron la oficina postal y han quedado retratados. Pero no han conseguido lo que buscaban. De puertas para adentro, la misiva de los insurgentes no ha logrado siquiera la categoría de chascarrillo a la hora de echarse un cigarro. Tampoco ha logrado más de un minuto de corrillo sinodal el monseñor polaco con querido apoyado en su hombro.

Frente a esta “hermenéutica de la conspiración”, Francisco una vez más ha actuado con respeto. Y con astucia ignaciana. “Zurdo”, le califican algunos. Recordando a quienes juegan a desestabilizar y a cuestionar que la autoridad, en última instancia, es del Papa. Pero siempre contando con el otro. Con los otros. Prueba de ello son las votaciones para elegir a quienes redactarán el documento final del Sínodo. Los firmantes del manifiesto advertían de que todo estaba mediatizado y controlado. De ser así, al cierre de esta edición, ya estaría constituido ese grupo de redactores. Pero no.

En la primera ronda nadie consiguió la mayoría absoluta para hacerse con uno de los diez puestos codiciados. Solo uno logró despuntar entre el resto, pero tampoco obtuvo los sufragios necesarios: Luis Antonio Tagle. El cardenal filipino que bordó el viaje papal a su tierra, que dejó boquiabierto con sus intervenciones durante el Encuentro Mundial de las Familias en Filadelfia y que ha aportado su sensatez periférica en este Sínodo. Este currículum reciente le avala para esto y mucho más. Uno no quiere ni debe hacer quinielas de papables, precisamente ahora, pero ahí está… Apoyado por los asiáticos y aplaudido por el resto. Pero sin mayorías. Es lo que tiene la libertad que este pontificado busca contagiar por los diversos dicasterios vaticanos. Y, por ende, en las conferencias episcopales del mundo.

Consciente de que el ganado se alborotará cuando se vote y cuando se publique o no un documento que a unos parecerá descafeinado y a otros transgresor, el Papa se puede dar por satisfecho. Porque se ha dialogado sobre el Pueblo de Dios. Porque algunos prejuicios se han roto. El de quienes escucharon citar la Humanae vitae de boca del cardenal Kasper cuando ya le tenían enjuiciado ad eternum. O la decepción del obispo holandés del que se esperaba una lección magistral de cómo evangelizar en pleno secularismo y se plantó con un discurso que solo tocó tierra cuando se sentó. Porque ese texto que se apruebe en el Sínodo no es vinculante ni busca serlo. Mucho menos impositivo. Serán propuestas de apoyo al trabajo del Papa, que será quien tenga la última palabra. A Francisco querían hacerle la cama agitando a los medios de comunicación, y han descubierto que el Santo Padre tiene escuela para colocar la bajera y la encimera. No en vano, ya lo dice él, el verdadero poder es el servicio. También a la hora de organizar, asear y remozar las estancias vaticanas.

Marx: “El Sínodo no es una batalla entre Pell y Kasper”

Hubo que esperar a una de las últimas ruedas de prensa del Sínodo para toparse con una de las comparecencias más jugosas. El cardenal alemán Reinhard Marx, que comparte círculo menor con Kasper y Müller, no pudo contener el lenguaje políticamente correcto. Ante los periodistas reconoció que su grupo aprobó todas las propuestas por unanimidad. Reveló que su documento lo encabeza una condena a las “inapropiadas” declaraciones del cardenal Pell –uno de los firmantes de la carta de los 13– en las que aseguró que el Sínodo era una lucha entre dos visiones teológicas: la doctrina Kasper contra la doctrina Ratzinger. “El Sínodo no es una batalla entre ratzingerianos y kasperianos”, enfatizó, para señalar a continuación que “el cardenal Schönborn hablará con Pell de arreglar las cosas con Kasper”. En su intervención, Marx dejó también una de las frases que resume la misericordia que está detrás del Sínodo: “La Iglesia invita a los católicos a ser fieles al sueño de la fidelidad de por vida. Pero también les dice: vamos a estar con ustedes cuando no lo sean”.

JOSÉ BELTRÁN

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