El déficit femenino del Sínodo: la última de la fila

Lucetta Scaraffia y otras mujeres participantes en el Sínodo de la Familia 2015

Un relato en primera persona sobre el papel de las mujeres en la Asamblea sobre la Familia

Lucetta Scaraffia y otras mujeres participantes en el Sínodo de la Familia 2015

Scaraffia, en la última fila con chaqueta de rayas y sosteniendo los auriculares, durante una sesión de trabajo en el Sínodo

LUCETTA SCARAFFIA, directora de Donne Chiesa Mondo | Me lo repetí muchas veces en estas pasadas tres semanas del Sínodo sobre la Familia para refrenar la rebelde impaciencia que me asaltaba: en el fondo, me han invitado, y hasta me han hecho hablar. Precisamente a mí, una “feminista histórica” (como he leído en un blog flamenco), no demasiado dotada de diplomacia y de paciencia –como seguramente se habrán dado cuenta–. Para una mujer como yo, que ha vivido el Mayo del 68 y el feminismo, que ha enseñado en una universidad pública y participado en comisiones y grupos de trabajo de todo tipo, esta es verdaderamente una experiencia inédita. Solo yo llevaba pantalones.

Porque, aunque me ha ocurrido anteriormente –cuando era joven y las mujeres eran todavía pocas en ciertos ambientes culturales y académicos– de encontrarme en alguna ocasión siendo la única mujer presente, se trataba siempre de hombres que tenían una cierta familiaridad con las mujeres: como mínimo, estaban casados y, tal vez, tenían hijas.

Lo que más me impactó en el grupo de cardenales, obispos y sacerdotes que componían la Asamblea de los padres sinodales era su ajenidad a las mujeres, su poca familiaridad en el trato con mujeres consideradas inferiores, como las hermanas que suelen servirlos en casa. Naturalmente, no para todos –con alguno de ellos tenía también lazos de amistad previos al Sínodo–, pero, por lo que respecta a la inmensa mayoría, lo incómodo en el trato con una mujer como yo era palpable para mí, sobre todo al comienzo.

Desde la entrada, todo parecía conjurarse para hacer que me sintiera una extraña: a pesar de mis acreditaciones sinodales, sufría controles sumamente rígidos, con la tentativa de requisarme el móvil y la tableta. En el mejor de los casos, me tomaban por una periodista, cuando no por una mujer de la limpieza.

Después comenzaron a conocerme, y así, a tratarme con gentileza y respeto. Cuando, pasados tres o cuatro días, los guardias suizos en uniforme de gala que custodiaban la entrada adoptaron la postura de firmes cuando yo pasaba, me pareció estar tocando el cielo con las manos.

Invisibilidad

Pero, aun así, yo era una presencia solo tolerada: no “fichaba” al comienzo de los trabajos, como los padres sinodales, ni podía tampoco intervenir, como no fuese en el espacio final concedido a los auditores, ni tampoco votar. También en los círculos menores, aparte de no votar, no podía proponer modificaciones al texto en discusión y, en teoría, no habría podido ni siquiera hablar: gentilmente, de vez en cuando, se me preguntaba la opinión y yo, armándome de valor, comencé a levantar la mano y a hacerme valer un poco. ¡Durante la última reunión pude hasta proponer modificaciones! En síntesis, todo contribuía a hacerme sentir inexistente.

He procurado intercambiar estas reflexiones mías con las otras pocas mujeres presentes: me miraron sorprendidas. Para ellas, este tratamiento era obvio. Por lo demás, la mayor parte de ellas había venido como miembro de una pareja y, en el momento de la intervención final, iba a escuchar improbables relatos de matrimonios irreales leídos a medias con el marido.

Pero las mujeres son casi invisibles y, cuando en mi intervención hablo con fuerza de ello, lamentando su ausencia, también cuando se discute un tema como la familia, se me considera “muy valiente”. Muchos aplausos, hasta un buen número de padres que me da las gracias: quedo un poco sorprendida, pero después comprendo que, al hablar yo con claridad, les he evitado a ellos hacer otro tanto.

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