Amos Oz: desmontando a Judas

Su nueva novela niega la traición del Iscariote y le convierte en el discípulo que más amó a Jesús

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Amos Oz: desmontando a Judas [extracto]

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | “Me han llamado muchas veces traidor en mi vida”. Es la primera frase de Una pantera en el sótano, la novela escrita en 1995 por Amos Oz (Jerusalén, 1939). Sí, el propio Oz –eterno candidato al Nobel, el gran novelista israelí del siglo XX– lleva como una cruz esa condena: traidor. Por sus constantes críticas al Gobierno israelí, y su defensa de la convivencia y diálogo con Palestina. Solo era cuestión de tiempo –aunque sean veinte años– que acabara escribiendo de Judas y Jesús de Nazaret.

Lo he amado desde el día en que leí su mensaje en el Nuevo Testamento, cuando tenía quince años –escribe acerca de Jesús en Judas (Siruela), la novela que acaba de publicar, por boca del protagonista: Shmuel Ash–. Y yo creo que Judas Iscariote era el más fiel y el más devoto de todos sus discípulos y que jamás lo traicionó, sino todo lo contrario, él quiso mostrar al mundo entero su grandeza”.

La novela no es biográfica; pero como está inundada de su propio mundo, reflexiones, obsesiones y fidelidades. Habla un personaje, sí, pero el propio Amos Oz, judío y crítico, ha confesado que con esa edad leyó los Evangelios y, desde entonces, “ama” a Jesús y a Judas Iscariote: “Pues sin Judas, tal vez no habría habido crucifixión; y sin crucifixión no habría habido cristianismo”. Los judíos casi nunca han hablado de Judas. “En ninguna parte. Ni una palabra”, insiste Oz. Hasta ahora.

Con Judas, Oz deja el ensayo y regresa a la literatura, pero esconde realmente toda una tesis ensayística: “Jesús a ojos de los judíos”. Más exactamente, como el protagonista, Shmuel, verdadero alter ego de Oz, afirma: “Jesús y Judas Iscariote. Jesús y los judíos, cómo han visto los judíos a Jesús a lo largo de la historia”. Shmuel es “un chico corpulento, con barba, de unos veinticinco años, tímido, emotivo, socialista, asmático y con una tendencia a entusiasmarse fácilmente y a decepcionarse enseguida”, que estudia en Jerusalén, a finales de los 50, durante la guerra de Argel, Historia y Ciencia de las Religiones. Pero por él habla el propio Amos. En algún momento, Atalia Abravanel, otro personaje –como su padre, Shatiel, imprescindible para comprender la otra derivación del argumento sobre la traición, la política, esta vez vinculada a la historia reciente de Israel y David Ben Gurión, en la que también profundiza–, pregunta: “¿Por qué no escribir de cómo han visto los judíos a Mahoma? ¿O a Buda?”.

“Jesús nació judío y murió judío”

La respuesta es la primera clave de esta extraordinaria novela: “Pues porque comprendo perfectamente por qué los judíos rechazaron el cristianismo –explica Shmuel–. Pero resulta que Jesús no era cristiano. Jesús nació judío y murió judío. Jamás se le pasó por la cabeza fundar una nueva religión. Pablo, Saulo de Tarso, fue quien inventó el cristianismo. El propio Jesús dijo explícitamente: ‘No he venido a cambiar ni una sola letra de la Torá’. Si los judíos lo hubiesen aceptado, la Historia en su totalidad habría sido completamente distinta. La Iglesia no se habría erigido en absoluto. Y tal vez toda Europa habría adoptado una especie de versión suave y refinada del judaísmo. Así nos habríamos ahorrado el exilio, las persecuciones, los progromos, la Inquisición, los libelos de sangre, los decretos de expulsión, el Holocausto”.

“¿Y por qué se negaron los judíos a aceptarlo?”, insiste Atalia. “Aún no he encontrado respuesta”, replica Shmuel. Pero a continuación Amos Oz escribe sobre Jesús: “Era, en términos actuales, una especie de judío reformista”. Más exactamente: “O más que un judío reformista, un judío fundamentalista, no en el sentido fanático del término fundamentalista, sino en el sentido de vuelta a las raíces más puras. Él deseaba purificar la religión judía de todos esos apéndices ceremoniosos y vanidosos que se le había adherido, de todos esos forúnculos que la casta sacerdotal produjo y que los fariseos engordaron”.

A este Jesús es al que acude Judas Iscariote a los ojos de Amos Oz: “Yo creo que Yehuda Ben Simon Ish Cariot era uno de aquellos sacerdotes. O puede que solo estuviera cerca de ellos. Puede que fuera enviado a la comunidad de seguidores de Jesús con el fin de seguirlos e informar a Jerusalén de sus actos, pero él se unió a Jesús y le profesó un amor sincero, hasta el punto de convertirse en el más de devoto de todos sus discípulos”. Ese es el punto donde se produce el giro inesperado, como explica Shmuel: “Y más aún: él fue la primera persona del mundo que creyó con absoluta certeza en la divinidad de Jesús”.

Así lo describe el personaje de Amos Oz: “La personalidad de Jesús, el cálido y fascinante amor que irradiaba a su alrededor, esa mezcla de sencillez, humildad, humor cautivador, cálida intimidad con cada persona, junto con la altura moral, la amplitud de miras, la exquisita belleza de los proverbios que Jesús utilizaba, la magia del sublime mensaje que salía por su boca, metamorfosearon a ese hombre lógico, sobrio y escéptico”.

La tesis del fundador

Tras esta conversión, prosigue la gran tesis que Oz defiende, su segunda clave: “Judas Iscariote es el fundador de la religión cristiana”. Esto lo afirma después de que Shmuel proclame: “Judas Iscariote fue el inventor, el organizador, el director y el productor del espectáculo de la crucifixión”. El relato del novelista israelí no es novedoso: Jesús temió la muerte, como cualquier hombre. “‘Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado’.Palabras como esas solo pudieron surgir de los labios de un hombre agonizante que creía, o que creía a medias, que en efecto Dios lo iba a ayudar a arrancar los clavos, a hacer el milagro y a descender sano y salvo de la cruz. Y con esas palabras agonizó y murió exangüe como cualquier hombre, como un hombre de carne y hueso”.

Y es cuando Judas, “ante cuyos ojos conmocionados acababan de derrumbarse el sentido y la finalidad de su vida”, comprende que había causado con sus propias manos la muerte del hombre al que más amaba y admiraba. Y se ahorca. Escribe Shmuel en su cuaderno: “Así murió el primer cristiano. El último cristiano. El único cristiano”.

Ni treinta monedas de plata ni beso de traidor

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‘Judas’, el nuevo libro de Amos Oz

Por lo que respecta a las treinta monedas de plata. “Una invención”, sostiene Amos Oz: “Porque, ¿qué eran para el rico hacendado de la ciudad de Cariot treinta monedas de plata?”. Era el precio, barato, de cualquier esclavo. Sucede lo mismo con el beso. “Tal vez fue para darle fuerzas”. ¿Qué sentido, si no?: “¿Un hombre a quien todo el mundo conocía? ¿Que ni por un solo instante intentó ocultarse o encubrir su identidad?”. Para Oz importa más la que es la tercera clave de la novela: “Jesús y todos sus apóstoles eran judíos descendientes de judíos. Sin embargo, el único de ellos que está gravado en la conciencia popular cristiana como judío, como el que representa al pueblo judío en su totalidad, es Judas Iscariote”.

De ahí ese lamento que entona: “¡Qué irónico resulta, escribió Shmuel en su cuaderno, que el primer y último cristiano, el único cristiano que no abandonó a Jesús ni por un instante y que no lo negó, el único cristiano que creyó en la divinidad de Jesús hasta su último 20momento en la cruz, el cristiano que creyó hasta el final que Jesús descendería de la cruz ante toda Jerusalén y ante el mundo entero, el único cristiano que murió con Jesús y que no lo sobrevivió, el único al que realmente se le rompió el corazón cuando murió Jesús, precisamente, él sea considerado por ciento de millones de personas en los cinco continentes y durante miles de años el judío más indiscutible. Y el más abominable y despreciable. La encarnación de la traición, la encarnación del judaísmo y la encarnación de la relación existente entre el judaísmo y la traición”.

Por ello, Amos Oz escribe en primera persona la confesión abrumadora y llena de culpabilidad de Judas en unas páginas sobrecogedoras: “Yo lo he asesinado […]. Yo lo amaba como a Dios. Y de hecho lo amaba mucho más de lo que amaba a Dios. De hecho, desde que era joven, yo no amaba a Dios en absoluto. Incluso lo detestaba: un dios celoso, vengativo y rencoroso […]. Se convirtió para mí en Dios. Yo creía que la muerte no podía alcanzarlo. Yo creía que en Jerusalén ocurriría el mayor milagro de todos”. Tres días después sucedió.

En el nº 2.963 de Vida Nueva

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