La familia atípica de Jesús

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La familia atípica de Jesús, por Pedro José Gómez Serrano [extracto]

PEDRO JOSÉ GÓMEZ SERRANO, profesor de Economía Internacional y Desarrollo (UCM) y colaborador del Instituto Superior de Pastoral (UPSA) | Ya está en marcha la segunda parte de este original Sínodo sobre la Familia, que se enfrenta a un doble desafío. Por una parte, el papa Francisco lo ha convocado convencido de que la praxis canónica y litúrgica de la Iglesia en este terreno ha alejado de la comunidad a millones de creyentes y que, de no cambiar de enfoque, existe un riesgo real de perder a la mayor parte de las nuevas generaciones. Por otra, los postulados eclesiales han sido tan rígidos y se han mantenido durante tanto tiempo que su modificación amenaza con abrir una fractura intraeclesial difícil de calibrar.

Cunde el miedo: el de unos a que nada cambie; el de otros, a que se cuestione una doctrina que consideran intrínsecamente unida al núcleo de la fe, de modo que ha llegado a afirmarse que “ni el papa” puede cambiar la práctica y la doctrina actuales, disolviendo “lo que Dios ha unido”.

El asunto –que nos afecta directamente a todos– es demasiado complejo como para resolverlo en unas cuantas líneas, pero el Papa ha pedido expresamente a los bautizados que aportemos nuestro punto de vista para alcanzar una perspectiva más amplia e integradora ante esta problemática. Asumo la invitación y comparto mi visión de las cosas de un modo cuasi telegráfico:

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Matrimonio brasileño Ketty y Pedro De Rezende (auditores en el Sínodo)

  • 1. Estoy seguro de que no podemos atribuir la pluralidad de pareceres que hay en la Iglesia a la buena o mala intención de unos y otros o a meros prejuicios ideológicos. Todos intentamos ser fieles al Evangelio, aunque interpretamos esa fidelidad en distinto sentido. Y es bueno que, apelando al Espíritu para que nos ilumine, nos atrevamos a dialogar y argumentar sobre el objeto del Sínodo.
  • 2. Resulta evidente la distancia entre la moral sexual católica y los valores emergentes en este terreno en la sociedad mundial. Por lo que se refiere a las nuevas generaciones, este abismo constituye una barrera formidable para el acceso a la Iglesia y para el descubrimiento de la alegría del Evangelio. O tomamos medidas con prontitud o pagaremos una enorme factura en términos de pertenencia eclesial.
  • 3. El nudo gordiano al que nos enfrentamos consiste en saber si el agudo “desajuste cultural del mensaje cristiano en los ámbitos del matrimonio y la sexualidad” al que asistimos procede del rechazo de la sociedad actual a los valores genuinamente evangélicos o se debe a la cristalización de la fe en unas normas, principios éticos e instituciones propios de una situación cultural superada por los acontecimientos. En el primer caso, el cambio supondría traicionar la identidad cristiana; en el segundo, no cambiar significaría traicionar a quienes desean ser creyentes y contemporáneos.
  • 4. Buena parte de la doctrina católica respecto a la familia, el matrimonio, el placer, la orientación sexual o la igualdad de género se asienta en unos planteamientos filosóficos, instituciones sociales y concepciones científicas que, en su momento, resultaban sólidos y ampliamente compartidos, pero que hoy constatamos como superados o directamente erróneos.
  • 5. La fundamentación escriturística de la doctrina matrimonial peca, con más frecuencia de lo que suele reconocerse, de dos graves deficiencias: el literalismo con el que se han interpretado muchos textos –sacados de contexto y al margen de su sentido profundo– y la aceptación acrítica de la herencia cultural de unos tiempos mucho más patriarcales que los nuestros. Hemos de acercarnos con honestidad a los textos bíblicos para captar su significado último, intentando rescatar la verdad religiosa que encierran, pero sin sacralizar su inevitable dependencia de un contexto histórico muy determinado, que no es, ni será, el nuestro.
  • 6. En todo caso, es un principio evangélico claro que el bien de las personas ha de anteponerse a la aplicación de la ley y que, “mientras el espíritu da vida, la letra mata”. El Evangelio abre para la vida humana un horizonte muy exigente (el de la entrega radical) y, a la vez, muy comprensivo con nuestros fallos: “Sed misericordiosos como vuestro Padre” (Lc 6, 36). Pero me parece que cualquier observador neutral reconocerá que, en el ámbito de las relaciones familiares, en la Iglesia ha predominado el rigorismo moral sobre la acogida. Por ello, para muchas personas en situaciones canónicas “irregulares”, alejarse de la Iglesia ha significado una experiencia de liberación.
  • 7. Precisamente en este campo se ha producido una distorsión evidente en la tradición católica. Ante lo que para el Evangelio es muy importante (la justicia, la fraternidad, la opción por los pobres, la renuncia a la riqueza…), la moral eclesial se ha situado de modo muy ponderado, recordando los grandes principios y dejando a la conciencia de cada individuo el discernimiento de los comportamientos. Voy a ser un poco “bestia”: no se ha privado de la comunión –incluso diaria– a sanguinarios dictadores no arrepentidos de sus fechorías. Pero, por otra parte, ante lo que para el Evangelio es completamente marginal (la configuración matrimonial o el ejercicio de la sexualidad), la moral de la Iglesia se ha mostrado implacable con normas de universal cumplimiento y sin “parvedad de materia” que han generado mucho sufrimiento.
  • 8. A mi modesto modo de ver, en la raíz del conflicto actual se encuentra la equivocada opinión de que las concreciones que la fe cristiana ha hecho a lo largo de la historia son directamente “voluntad de Dios” y, en consecuencia, inamovibles. Pero lo único que es voluntad de Dios es que triunfen el amor y la vida. Para quien toda concreción doctrinal, litúrgica, moral u organizativa del pasado es sagrada, cualquier cambio resultará inevitablemente herético y condenable.
  • 9. Aun así, creo que muchos de quienes temen los cambios y adoptan en la Iglesia una posición conservadora no lo hacen por el prejuicio anteriormente señalado, sino porque temen –con razón– que se produzca una trivialización de valores profundamente humanos y evangélicos inscritos en el sacramento del matrimonio, como –por ejemplo– los de la fidelidad, la entrega gratuita, la riqueza de la complementariedad sexual, la apertura y el cuidado de toda vida humana, especialmente la más vulnerable, etc. Yo comparto ese temor a que el individualismo, el consumismo, el narcisismo o la búsqueda de lo mas cómodo y gratificante, que tan extendidos se encuentran entre nosotros, erosionen los mejores valores de la familia y debiliten los lazos matrimoniales.
  • 10. Pero la pareja y la familia no se fortalecen a base de leyes, condenas y excomuniones, sino alimentando el amor mientras existe y curando las heridas del desamor cuando se produce. Es cierto que al amor le es intrínseca una vocación de incondicionalidad y eternidad. No concibo un verdadero amor “a cata y a prueba”, “a plazos”, “con contrato temporal o a tiempo parcial”, ocupado en llevar la contabilidad para ver si “hay pérdidas o beneficios en la relación”. También a la espiritualidad matrimonial le afecta esa invitación de Jesús a amar “hasta el extremo”.
  • 11. Con todo, es un hecho que muchos matrimonios se rompen de un modo irreversible, e impedir a sus miembros la posibilidad de volver a encontrar el amor es una acción ruin que no debería caber en la Iglesia. Ciertamente, en el fracaso de muchos matrimonios puede haber habido responsabilidades serias de uno o de los dos cónyuges. En estos casos, deberían estar a la altura de su compromiso e intentar salvar la relación o pedir honradamente perdón por su comportamiento cuando el fracaso se haya tornado irreversible.
  • 12. Pero hay otros muchos casos de ruptura de la pareja que no son culpa de nadie, sino el resultado natural de la evolución autónoma de las personas a lo largo del tiempo, de un distanciamiento afectivo irreversible, de diferencias irreconciliables no buscadas, de problemas psicológicos o de carácter que superan las propias fuerzas. En estos casos, que no han estado contemplados ni en los planteamientos más aperturistas de la primera parte del Sínodo, estaría de sobra hablar de proceso penitencial para recuperar la comunión. Mantener una relación en la que falta el amor, por no hablar de aquellas en las que se producen el abuso o la violencia, es tan absurdo como sostener la ficción “legal” de que existe un matrimonio cuando no hay relación “real”.

Cuando uno lee los evangelios sin prejuicios, encuentra en Jesús a un representante de una familia atípica, que adopta un estilo de vida sexual extravagante para la época, que antepone la fraternidad universal con los débiles a los intereses familiares, que comprende todas las miserias que se producen en el ámbito afectivo y que se atreve a pedir que se deje todo por el Reino de Dios.

Ni Jesús defendió el prototipo de la “familia judía” o definió la “cristiana”, ni en él vemos una actitud justiciera ante sus debilidades. Y eso que para él la familia era tan importante como espacio generador de amor y de vida que se inspiró en ella para contarnos lo más importante que nos dejó dicho: que Dios es “padre-madre” y que nosotros somos “hermanos” y deberíamos comportarnos como tales.

En el nº 2.960 de Vida Nueva

 

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