¿Por qué culpar a Dios?

¿qué horas se coló en el imaginario religioso la imagen de un Dios culpable de la muerte de las personas y, por consiguiente, de la enfermedad y de los desastres naturales?

Pero Dios no dispara la bala asesina, no desata epidemias, no ordena la división desordenada de células en los tumores cancerosos, no obstruye los vasos sanguíneos para producir un paro cardiaco. La muerte es parte del ciclo vital de todos los seres vivientes, que crecen, nacen, se reproducen y mueren.

Ni manda enfermedades. Que son obra de la naturaleza que se equivoca o se defiende. O son causadas por los seres humanos al atentar contra la salud propia o la ajena.

Y no son obra de Dios los desastres naturales: los terremotos, los tsunamis, las sequías, las inundaciones. Son obra de la naturaleza. Como tampoco son obra de Dios los desastres ocasionados por la injusticia y la falta de solidaridad, el egoísmo y la violencia, la deshonestidad y la envidia que Dios no puede evitar porque respeta la libertad humana y la decisión de hombres y mujeres de actuar en contra de otros hombres y mujeres o de atentar contra el ecosistema.

Pero terminamos echándole a Dios la culpa del mal porque creemos que es omnipotente y que responde por todo los que pasa en el mundo. Es una imagen propia de la religiosidad popular que genera temor en lugar de amor. Un Dios en quien muchos prefieren no creer porque tiene la culpa del mal y porque lo permite a pesar de ser todopoderoso.

Pero ese no es el Dios que Jesús nos muestra con su vida. El mismo que se revela en la historia de un pueblo –el pueblo de Israel– y en la persona de Jesús. Y que porque nos ama, se comunica con nosotros, sale a nuestro encuentro, camina con nosotros.

Isabel Corpas de Posada

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