No creer también es importante

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“Se debería ser más propenso al escepticismo en los asuntos graves que a una candidez que produce vergüenza”

Debo confesar que me causan algo de urticaria las declaraciones un poco melifluas y acarameladas que salen a veces de boca de algunos prelados de la Iglesia, no solo por el tonito, sino por la aparente candidez que reflejan. Dejan la sensación de que le creen a todo el mundo todo y muy especialmente a quienes han estado por fuera de la ley, a quienes dicen enarbolar banderas de paz un poco indefinidas, a quienes invocan el diálogo, pero de manera unilateral, es decir, a quienes en la práctica solo aceptan sus monólogos. A la larga estas supuestas posiciones de la Iglesia terminan siendo un poco de oxígeno para que los violentos engañen, los delincuentes respiren y los tiranos se perpetúen en el poder.

Así como creer es muy importante en la vida, lo es también el no creer cuando todo revela hipocresía y manipulación. Los libros proféticos del Antiguo Testamento y los cuatro evangelios son en buena medida testimonio de ambas cosas: de una fe profunda en Dios y en quienes lo siguen y una desconfianza radical en ciertos poderes humanos de cualquier orden. Y este no creer en los depredadores de la condición humana llevó a profetas y apóstoles y, por cierto, al redentor de la humanidad, a derramar la sangre y entregar la vida en aras de la verdad. Nuestra fe ha puesto la verdad en el centro de todo, la ha proclamado causa de libertad y ha condenado la mentira como el paso definitivo a la condenación.

Hay que creer en la importancia de buscar la paz, pero no en que todos quieren la paz de verdad. Hay que creer en el diálogo, pero no en quienes lo convierten en método de distracción para traicionar después. Hay que creer en que las personas pueden cambiar sus modos de ser y actuar, especialmente si la violencia y la mentira los han dominado, pero no se debe creer sin ver las acciones que lo demuestren. Y entre más altas las dignidades que se detenten en cualquier institución se debería ser más propenso al escepticismo en los asuntos graves que a una candidez que francamente produce un poco de vergüenza. Pero no solo vergüenza, sino que podría ser una especie de complacencia con realidades e ideologías que pueden terminar por esclavizar a las personas y a las comunidades.

Mansedumbre y astucia

La fe cristiana no puede de ninguna manera congraciar al violento ni al tirano. No puede callar el nombre propio de las amenazas que se ciernen sobre las personas y también sobre la misma Iglesia. Los verdaderos seguidores de Cristo están llamados por él mismo a ser mansos como palomas y astutos como serpientes. La Iglesia no tiene ninguna obligación de ser la convidada de piedra en la sociedad ni en sus conflictos y debe ser capaz de hablar con franqueza y de rechazar las perspectivas que la pongan en peligro como comunidad creyente. En este ir y venir sin cesar de todo un país a La Habana –incluyendo prelados– para escuchar a la guerrilla hay que tener mucho cuidado de llegar a creerles más que una o dos ideas y, sobre todo, no hay que dejarles ver unas ganas de paz a tan cualquier precio, que después estemos aherrojados por quienes son campeones de la mentira, como lo enseña la más clara ortodoxia marxista. ¡Pero se ve una candidez insoportable!

La fuerza del creyente, la de la comunidad de los seguidores de Cristo y de los fieles de Dios, tiene que ser capaz de asumir el reto de no creer tonterías, de no hacerse falsas ilusiones y de luchar por unos ideales con los cuales se pueda convencer a quienes han sido enemigos jurados de las personas, de la sociedad, de la nación y de valores tan caros a nosotros como la vida, la libertad, la dignidad humana, la profesión de una fe. Hay puntos en los cuales es imposible ir en busca de acuerdos pues son en sí mismos suficientes y valiosos como para pensar que algo les hace falta o les sobra. Si de algo se trata es de dejar en claro la inviolabilidad de lo fundamental, de lo trascendente, de lo que le da sentido a la vida. Y quienes aún no vean el asunto como cosa grave pues deberían darse una vuelta por el vecindario de Colombia, donde todo lo fundamental ha sido roto, pisoteado, usurpado. No hay ningún motivo ni razón para creer que en una isla ínfima o en territorios de tiranos nuestra nación tiene nada qué aprender. A no ser aquello que realmente hace sufrir a las personas cuando todos sus derechos son violados impunemente. Fallarle a nuestra gente por estar creyendo a personas sin ápice de ética puede ser tan grave como las negaciones de Pedro a Jesús.

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