Se espera una acogida todavía más entusiasta que a los papas anteriores
ANTONIO PELAYO, enviado especial a CUBA | Volver a La Habana después de apenas tres años es una experiencia apasionante. La ciudad sigue siendo esa mezcla explosiva entre bellezas de todo tipo –arquitectónicas, paisajísticas, humanas de ambos sexos, artísticas– y evidentes pruebas de deterioro, ruina y fealdad. Ante los ojos del recien llegado unas veces prevalecen las primeras y otras las segundas, pero son inseparables.
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Como en cada víspera de la llegada de un papa, la ciudad hace un esfuerzo por renovar y mejorar su aspecto: se asfaltan calles, se plantan flores y arbustos, se refuerza la iluminación, incluso algunos servicios públicos mejoran. Hay numerosos carteles de bienvenida al “misionero de la misericordia” y la sonrisa del papa Francisco nos saluda en muchos rincones de sus calles y plazas.
Los recibimientos que en su día tributó el pueblo cubano a Juan Pablo II y a Benedicto XVI fueron entusiastas y, aun en los raros casos de escepticismo radical, dejaban traslucir un deseo de que su presencia sirviese para mejorar la siempre difícil situación de este país. Esta vez me parece haber percibido un nivel de esperanza basado en un análisis más realista del contexto sociopolítico en que se produce la visita del huésped romano. Pero nadie se hace demasiadas ilusiones, incluso algunos se confiesan claramente escépticos.
Por eso es previsible que el clamor que va a rodear la llegada de Francisco superará en muchos decibelios las visitas de sus dos predecesores. Y el Papa no defraudará a quienes, una vez más, le acogen como portador de buenas noticias.