Un mendrugo de felicidad

Existe, por supuesto, una cura de silencio. Pero éste, en cuanto simple aislamiento de sonidos, no es por sí solo terapéutico. Hay que reeducar no solamente el oído, sino sobre todo el alma, para escuchar el silencio. Como se aprende a oír música, se aprende también a oír el silencio.

Es todo un arte, que no es simplemente una costumbre higiénica para la salud del cuerpo, sino que abre insospechados horizontes espirituales. Cuando se toca la raíz del silencio se abren posibilidades inmensas a la propia realización y, también, como consecuencia, se abreva en la fuente misma de la que brotan todas las energías para actuar y vivir en el mundo.

Escuchar el silencio. Una vivencia mística, no en el sentido estrictamente religioso sino en cuanto sincera apertura del ser humano a algo que está más allá de la materia, más allá del ruido. Vale la pena ensayarlo. De pronto, así como en algunos momentos el ruido nos revienta entre la sienes, también puede llegar el momento en que seamos invadidos serenamente por la música silenciosa del universo que, si uno aplica los oídos del alma, se vuelve la música callada, la “soledad sonora” de san Juan de la Cruz.

Para superar el estrés, para navegar a contracorriente en este mundo de ruidos y estertores, para recuperar el inasible límite de la serenidad que hemos perdido, el silencio es el camino. Un silencio que a la vuelta de utopías y desencantos podría ser la voz de Dios. Un mendrugo de felicidad.

Ernesto Ochoa Moreno

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