Tribuna

Tocad para Dios con maestría (y II)

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Gianfranco Ravasi, cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura GIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura

Hablábamos en nuestro último artículo (Vida Nueva, nº 2.949) del discurso trascendente de la música y también de su desviación dionisíaca, orgiástica y depresiva. La célebre Sonata a Kreutzer de Tolstói es un emblema dramático: “Se dice que la música influye en el alma para elevarla. ¡Tonterías! ¡Mentira! Influye, sí, influye espantosamente (hablo por mi cuenta), pero no de una manera ennoblecedora (…), ni ennoblecedora ni envilecedora, sino de una manera irritante”.

Por este camino se puede asistir a una degeneración de la música, no por la retórica del llamado “rock satánico”, sino por la devastación de la armonía haciéndola caer en la fealdad, en la banalidad, en el ruido y en el mal gusto. Flaubert usaba una imagen vigorosa: “Es como un caldero cascado en el que tocamos melodías para hacer bailar a los osos, cuando quisiéramos conmover a las estrellas”.

la-ultima-tomas-de-zarate-VN2953Es un poco lo que ocurre a veces en la liturgia, sobre todo en los últimos tiempos. Resulta injusto señalar como culpables a las reformas del Concilio Vaticano II, porque en la Sacrosanctum Concilium se ofrecían indicaciones significativas, a partir de la afirmación de base: “La tradición musical de la Iglesia universal constituye un tesoro de valor inestimable, que sobresale entre las demás expresiones artísticas, principalmente porque el canto sagrado, unido a las palabras, constituye una parte necesaria o integral de la liturgia solemne”.

Las directrices concretas pasan a través de capítulos que habría no solo que compartir, sino también que llevar a la práctica en su totalidad: la función de las scholae cantorum, la seria formación musical del clero y de los operadores pastorales, el papel del canto gregoriano, la exaltación del órgano como instrumento principal del culto católico (y también del protestante), así como el diálogo con el mundo contemporáneo.

Por desgracia, este último y decisivo capítulo ha sido a menudo declinado de forma apresurada y errónea, pese a que resulta necesario, como ha demostrado la gran herencia de la tradición. Basta pensar solo como ejemplo en la innovación impresionante (y, tal vez, también escandalizadora) introducida por la polifonía respecto a la pureza monódica del canto gregoriano.

Esto se producía al más alto nivel, con autores de gran originalidad y preparación, precisamente lo que falta en nuestros días. La música contemporánea, con su nueva gramática, debe encontrarse con lo sacro, que tiene cánones, textos y temas propios, para producir una mezcla que dé lugar a un nuevo florecimiento.

El camino a recorrer es arduo y largo, tanto por el divorcio que se ha producido entre lo culto y la música de calidad como por la secularización y el alejamiento radical de la sociedad de toda visión religiosa. Puede deberse a la autorreclusión de la liturgia en formas conocidas o superficialmente innovadoras o por un mero calco del pasado. El empeño, por tanto, es necesario y grave, para evitar que ocurra lo que ya en el siglo VI decía un escritor cristiano como Casiodoro, quien en sus Institutiones advertía: “Si seguimos cometiendo injusticias, Dios nos dejará sin música”.

El deseo cada vez más difundido de hacer revivir el patrimonio tradicional, por una parte, y los contactos cada vez más frecuentes y apasionados entre músicos contemporáneos y teólogos o agentes pastorales, por la otra, hacen esperar que Dios no esté abandonando a la humanidad por pecadora. Su palabra sigue confirmando con fuerza: “Tocad para Dios, tocad; tocad para nuestro Rey, tocad. Porque Dios es el rey del mundo: tocad con maestría” (Sal 46, 8).

En el nº 2.953 de Vida Nueva