La cárcel de Devoto como Hogar de Cristo

“La gloria o Devoto”. En Argentina, la frase acuñada por el ex jugador y entrenador de fútbol Carlos Salvador Bilardo, alude a la falta de término medio y a la impiedad del juicio ajeno. La gloria implica que se está en lo más alto. Devoto, en contraposición, significa “estar en la lona”, derrotado en el fútbol o en la vida.

Devoto no es un barrio de clase media de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, sino la cárcel que alberga en su geografía y que, a menudo, lo identifica. Vida Nueva visitó el penal de Devoto para compartir –y luego contar– el trabajo que realiza el Hogar de Cristo con los reclusos; un vía crucis de todos los viernes con el objetivo de acompañar a aquellos que, a primera vista, llevan perdidos más de un partido por goleada, empezando por aquel de su adicción a esa droga de apodo simpático y efectos letales llamada paco.

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Un puente

La pesada puerta de hierro divide el mundo en Bermúdez 2651. Para atravesarla hace falta ser un proveedor de mercadería, o un familiar de un detenido, o llegar con la humildad y la alegría de quien está disponible para sostener la vida de aquellos que momentáneamente viven del lado de adentro. Estela, María y Magdalena, voluntarias del Hogar de Cristo, golpean esa puerta, y se abre un mundo escondido.

“Para muchos, estos chicos son la escoria; nosotros queremos que sientan que la sociedad no los ha olvidado”, afirma Estela Bereau de Maggi quien, junto a sus compañeras –y a menudo también con su marido–, cada viernes a las 10 de la mañana repite el rito de visitar a aquellos jóvenes de los centros barriales erigidos por el Hogar de Cristo en distintas villas de Buenos Aires.

“También hemos ido a otras cárceles, a Ezeiza, incluso a Neuquén, pero de modo habitual venimos a Devoto, donde hay varios chicos que se estaban recuperando del paco y que han vuelto a delinquir o lo hicieron por primera vez”, agrega Estela a la espera del “okay” para ingresar al penal. La intención de las voluntarias es oficiar de “puente” entre esos jóvenes que están recluidos en la Unidad Penitenciaria Federal de Devoto y sus familiares que residen en las villas. “Por ejemplo, cuando la hijita de uno de ellos tuvo su bautismo, fuimos nosotros y después le mostramos fotos y le contamos cómo había sido”.

Magdalena Alonso es la más joven del equipo. “Venimos a acompañar, sin pretender que el otro sea como uno pretendería que sea. Es duro, pero también es un gran aprendizaje. A mí me cambió la vida, me cambió la mirada completamente”, apunta.

María Molina de Saporiti suma su sonrisa y su voz: “La idea es hacerles saber que alguien se ocupa de ellos”.

Finalmente, la espera llega a su fin. Se pasa el detector de metales, se franquea otra puerta, que lleva a un patio interno, y luego otra, y otra, y con las “papeletas” en mano con los nombres de los jóvenes que –si los guardias lo permiten– dejarán su pabellón para el encuentro, por fin las voluntarias del Hogar comienzan a subir el camino del Calvario.

 

Vía Crucis en el penal

Después de varios recovecos, casi por sorpresa, se levanta una amplia capilla, a pocos metros del ingreso a los pabellones de máxima seguridad donde pasan sus días y sus noches unos 1.700 reclusos. El templo de paredes blancas, algo descascaradas, y de bancos de madera, espera por la celebración de alguna misa. Y también es el espacio donde se produce el encuentro de los internos con las voluntarias del Hogar. De a uno, ellos se van acercando. Cinco en total. Es Viernes Santo: difícil que exista en el calendario otra fecha tan simbólica como ésta puertas adentro de una cárcel.

El encuentro con los chicos –todos mayores de edad– pasará por dos fases claramente diferenciadas: primero habrá tiempo para saber cómo están, qué necesitan, cómo están incubando la vuelta a las calles, que en algunos casos se demorará un puñado de meses, en otros quién sabe. Y mientras tanto se comparten unas facturas, una rosca de pascua, unas bebidas gaseosas. A medida que los muchachos van apareciendo por la puerta, se percibe la alegría de unos y otros por el reencuentro. Las voluntarias los reciben con calidez y a ellos se les ilumina el rostro.

En la segunda etapa, habrá catequesis. Alguna canción, una oración compartida y también trabajo para hacer: que cada uno pegue sobre una cartulina una cruz con la imagen de Jesús, y escriba en ella qué le inspira esa imagen en su caso en concreto y a qué se compromete. Y entre todos se comparte. Está claro que cuando uno está preso, las astillas de la cruz no se imaginan, se sienten sobre la propia espalda.

 

“Tuve suerte; sigo vivo”

G irrumpe en escena, vestido a la moda y con la vista cansada. “Creo que necesito unos anteojos para descansar la vista”, comenta, y entre risas se prueba un par de una de las voluntarias. En su primer año en Devoto, G sigue pensando en sus sueños incumplidos. Y por eso estudia dentro del penal materias como contabilidad, biología, inglés. Se siente “colgado”, porque tiene tres causas pendientes y sobre él ya pesa una condena por tres años. “El abogado hace tiempo que no me llama”, se lamenta.

F irá a juicio en octubre. Y afirma que extraña a Uma, su nena de tres añitos. También está haciendo el Ciclo Común Básico de la Universidad de Buenos Aires desde el penal. Se acercó al Hogar de Cristo a través de su hermana, quien organiza retiros espirituales y fue a Río de Janeiro al encuentro del Papa Francisco con los jóvenes, en 2013. El deseo de F es cambiar de vida una vez que deje el penal: “Quiero ser radiólogo”, sostiene. Con todo, es consciente del riesgo que entraña “chocar con la calle” una vez que deje Devoto. “No sé si voy a querer agarrar de nuevo lo más fácil o hacer algo distinto”, confiesa. Y después de reflexionar un momento, agrega: “Me gustaría ejercer de padre, quedarme algunos meses con mi hija. No quisiera que en el futuro ella diga ‘mi papá es un chorro’ –ladrón–”.

G suscribe las palabras de F. “Nos encanaron –encerraron– casi al mismo tiempo”, y como su compañero de prisión también tiene reminiscencias de esos momentos compartidos con su hija, cuyo nombre, María, lleva tatuado sobre la piel. Tienen otras cosas en común. Aseguran que una vez que se convirtieron en padres dejaron de drogarse. Y que posteriores problemas con sus parejas los llevaron a reincidir. “Cuando volví al escabio –al alcohol– y la marihuana, supe que algo malo iba a pasar”, se reprocha.

Y llega la catequesis. “Jesús venció a la muerte al entregarse en el Monte Calvario. ¿Podrán ustedes vencer la muerte que los rodea?” La pregunta de las voluntarias gatilla respuestas crudamente sinceras. “Te puedo decir que sí, y después salgo de aquí, y me cruzo con alguien que me hace volver al mal camino. Esto me hace pensar un montón…”, admite G. “¿Muerte?”, se pregunta retóricamente F y se contesta: “A mí me quisieron matar varias veces”. G también estuvo cerca de dejar huérfana a su hijita. “Tuve suerte, el ‘ángel de la muerte’ no me llevó. Por eso sigo vivo”.

MARCELO ANDROETTO

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