José Alfaro, un Don Quijote en Nepal

El único misionero europeo en el país habla 11 lenguas y ha pasado media vida en Argentina y en India

José Alfaro, misionero español en Nepal

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA | Una de las señas de identidad que marcan a los misioneros es el deseo de inculturarse, de ser uno más entre su pueblo. José Alfaro es un buen ejemplo de ello. Este escolapio riojano de 78 años, el único misionero europeo en Nepal, tiene un “arma” especial (además de globos de Manos Unidas y medicinas) cuando algún grupo poco amistoso le sale al paso mientras recorre el Himalaya y las demás regiones de montaña, donde ha fundado 22 escuelas en apenas seis años: “Les canto el himno del país en nepalí, para que sepan que no soy un extraño”. Y no es lo único que ha aprendido.

En plena charla con Vida Nueva en Madrid (donde ha estado un par de días de paso), saca una libreta llena de expresiones coloquiales en la lengua local con las que poder entablar relaciones de cercanía con la gente. Además, lleva un Evangelio en nepalí con el que reza cada día.

Pero el hacerse uno con los suyos va mucho más allá de la lengua en el caso de este religioso. Así, cada vez que llega a una comunidad para fundar una escuela –“nunca en las ciudades, sino en las zonas olvidadas, donde no llegan el Estado ni otras instituciones”–, él se prepara un chamizo pegado a la construcción en el que duerme cada día mientras levantan las aulas y se asegura de que, una vez fundada, ya pueda andar por sí misma. Entonces, cuando ya hay un equipo de profesores asentado y los alumnos tienen garantizado el acceso a la educación, es cuando se marcha y va en busca de otro lugar marcado por la pobreza para fundar otra escuela, dejando la anterior en manos “de quienes quieran cogerla, ya sea una congregación o la diócesis del lugar”. “Mi carisma es ese: abrir camino y que luego, una vez muerto y que sea ya uno con la tierra, otros pasen por encima de mí”.

En las villas miseria con Bergoglio

De hecho, Nepal es por ahora su último punto de un largo camino. Antes, pasó 28 años en Buenos Aires –“en las villas miseria, donde conocí a Jorge Mario Bergoglio, siendo él superior de los jesuitas y yo de los escolapios”– y otros 10 en la India, adonde llegó fascinado por lo que le contaban de su país dos religiosas indias con las que trabajó en la capital argentina. “Ya trabajaba en un contexto de exclusión muy fuerte, pero me impactó la situación india. Quería ir allí donde los pobres lo eran aún más que en Argentina”.

Sin embargo, paradojas del destino, se llevó una gran sorpresa cuando llegó a Kerala, al sur de la India: “Era una región preciosa, donde había muchos colegios, institutos y congregaciones religiosas. Por así decirlo, me sentía mal al estar tan bien en lo que veía como una zona rica. Necesitaba sentirme útil, tratar de dar oportunidades a quienes no las tenían. Hablé con mi superior y me entendió perfectamente, dándome permiso para ir al norte, donde sabía que sería mucho más útil, por no haber apenas de nada en ningún sitio. Lo único que me pidió es que me fuera solo, sin arrastrar a nadie de la congregación conmigo, y tampoco me dio nada de dinero más allá de lo mínimo para subsistir. Me conocía bien y sabía que con eso me hacía un gran regalo”.

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En el nº 2.952 de Vida Nueva

 

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