Van Gogh: redención en la luz y el color

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El artista atrajo el acontecimiento del alma humana a sus cuadros

Iluminado por lo que el poeta Fayad Jamís denominó “la sagrada llama del arte”, Vincent Van Gogh falleció el 29 de julio de 1890, a la 1:30 de la madrugada. Como si de un testamento se tratara, en la última carta escrita a su hermano le confiesa que, en medio de las discusiones del comercio del arte, lo verdadero solo sería revelado por el lenguaje de sus cuadros. 125 años después de su muerte, éste profeta del color sigue conmoviendo a todo aquel que se acerca a sus pinturas y a las reflexiones estéticas que sobre el arte y la vida dejó plasmadas en las cartas a su hermano Theo Van Gogh.

Vincent Van Gogh nació en 1853 en Zundert (Países Bajos). De su padre, un pastor protestante, heredaría su primera vocación e interés por los estudios teológicos. Pero, paradójicamente, la exaltada pasión con la que predicaba el Evangelio en las minas de Borinange (Bélgica) fue la misma por la que sus superiores lo destituyeron y la que le hizo dedicarse con tanta intensidad a la pintura. Su devoción por el arte inicia con la admiración por las pinturas realistas de campesinos de Jean-François Millet, tema reiterado en varias obras de Van Gogh. De hecho, el único cuadro que en vida  vendió el artista: El viñedo rojo (1888) pudiera evocar a Las Espigadoras (1857) de Millet. Sobre el arte dedicado al trabajo en el campo, afirma Van Gogh que “un aldeano es más bello entre los campos, con su traje de fustán que cuando va a la iglesia el domingo acicalado como un señor”. Asimismo cree que “expresar al aldeano en su acción es el corazón mismo del arte moderno”, un arte sensible a “la inexactitud, a la anomalía de la realidad, mentiras si se quiere, pero más verdaderas que la verdad literal”.

Retratos del alma

Ha dicho Jorge Luis Borges en su Arte Poética que “el arte debe ser como ese espejo/ que nos revela nuestra propia cara”. En ése mismo horizonte de búsqueda, Van Gogh confiesa a su hermano que le “cuesta conocerse a sí mismo.”; sin embargo, el ejercicio del autorretrato como el de “Rembrandt, más que el natural (…), roza la revelación”. En sus últimos tres años de vida Van Gogh hizo más de 30 autorretratos. Pretendía con ello no sólo revelar su propia alma, sino además suplir la falta de modelos y ejercitarse en su técnica, pues consideraba: “si puedo pintar el color de mi propia cabeza, que no es completado sin dificultad, podría pintar las cabezas de otras almas buenas, hombres y mujeres”. Sobre los retratos el artista creía estar vislumbrando el futuro del arte: “¡Ah!… ¡el retrato, el retrato con el pensamiento, el alma del modelo, esto me parece de tal manera que debe venir”. Así, a la manera de una invocación, el artista atrajo el acontecimiento del alma humana a sus cuadros, a través del color: “expresar el amor de dos enamorados por la unión de los (colores) complementarios (…) expresar el pensamiento de una frente por el resplandor de un tono claro sobre un fondo oscuro, expresar la esperanza por alguna estrella, el ardor de un ser por la radiación de un sol poniente”. Así como en los cuadros de campesinos desarrolló una crítica a lo que consideraba las falsedades de su época, en sus retratos desafiaba el arte tradicional académico: “prefiero pintar los ojos de los hombres a las catedrales, porque en los ojos hay algo que no hay en las catedrales, aunque sean majestuosas y se impongan; el alma de un hombre, aunque sea un pobre vagabundo o una muchacha de la calle, me parece más interesante”.

La música del color

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El viñedo rojo cerca de Arlés (1888). “Vimos un viñedo rojo, todo rojo como el vino tinto”

En su prolífica vida como pintor, y pese a las carencias económicas que lo limitaban, Van Gogh creó aproximadamente 900 pinturas. En ellas se evidencia “la necesidad absoluta de un nuevo arte del color, del dibujo y de la vida artística”. Como un músico que busca traducir sus emociones en notas musicales, el pintor tradujo su alma a la “lengua -de los colores- y las impresiones del claro-oscuro en blanco y negro”. Su obsesión y su esperanza fue “hacer del color una música de tonos”. En una de sus cartas a Theo, destacó que el pintor francés Delacroix había “intentado restituir la fe en la sinfonía de los colores”, aunque con poco éxito. Intuía que la afirmación en el color estaba vinculada a la analogía universal, pero sabía que sus percepciones no estaban cerca de ser entendidas: “estamos todavía muy lejos de que la gente comprenda las curiosas relaciones que existen entre un trozo de la naturaleza y otro y que no obstante se explican y se hacen valer el uno al otro”. Justamente esta ceguera cromática, apegada a los cánones pictóricos de finales del siglo XIX, no permitió que Van Gogh fuese valorado en su justa medida y él lo sabía: “no puedo hacer nada, ante el hecho de que mis cuadros no se vendan. Llegará un día, sin embargo, en que se verá que esto vale más que el precio que nos cuestan la pintura y mi subsistencia, de hecho, muy pobre”. Ante el panorama contrastante de la solitaria pobreza y la riqueza espiritual del artista, su esperanza se sitúa en su labor de cada día, por lo que revela a su hermano: “¿Sabesqué es lo que espero cada vez que me pongo a tener esperanzas? Que la familia sea para ti lo que es para mí la naturaleza, los montones de tierra, la hierba, el trigo amarillo, el aldeano, es decir que encuentres en tu amor por la gente no solamente de qué trabajar sino de qué consolarte y rehacerte cuando haya necesidad”.

La luz misteriosa

Campo de trigo con cuervos (1890)

Campo de trigo con cuervos (1890)

En una carta de 1889, dirigida a Theo, Vincent cita un verso de un poeta holandés: “yo estoy atado a la tierra por lazos más que terrestres”. En su reflexión mística piensa en una eternidad perfecta, “un lugar que ofrezca una razón, una paciencia, una serenidad suficiente” para la gratitud: “el verdadero medio día”. La búsqueda incesante del color es la búsqueda inevitable de la luz. En una carta escrita justamente un mes antes de su muerte, le cuenta a su hermano sobre la desbordante luz de los campos de trigo bajo el sol y en medio de ella “una mancha negra (…) una de las notas más interesantes, de las más difíciles de captar” que contrasta con la “nota verdadera e íntima de la luz misteriosa”. A los 37 años, sabiendo que “para el arte, donde se tiene necesidad de tiempo, no estaría mal vivir más de una vida”, el profeta del color abrió su alma al medio día eterno.

Biviana García Segura

Fotos: vincentinparis, wikipedia, garyschwartzarthistorian

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