La iglesia románica de Sean Scully

El monasterio de Santa Cecilia de Montserrat se convierte en símbolo internacional del encuentro entre arte contemporáneo y espiritualidad

Sean Scully, pintor abstracto, ha decorado el monasterio de Santa Cecilia de Montserrat

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | El convento románico de Santa Cecilia de Montserrat, fundado en el año 945 –antes incluso que la abadía benedictina de Santa María–, renace como un símbolo internacional del diálogo entre la Iglesia, la espiritualidad y el arte contemporáneo. Y lo hace gracias a la intervención en su pequeña iglesia de Sean Scully (Dublín, 1945), uno de los pintores abstractos de mayor reconocimiento y cotización: “Para nosotros, esta intervención en Santa Cecilia es como la que hizo Henri Matisse para las dominicas de Vence, en Francia. Aunque Scully ve más semejanzas, si acaso, con la Rothko Chapel de Houston”, explica el P. Josep de C. Laplana, director del Museo de Montserrat e impulsor del proyecto, concebido hace diez años.

La alusión a dos iconos de la pintura moderna es, sin embargo, lejana para el propio pintor irlandés. A Scully no le atrae ni el figurativismo de Matisse ni la sombría intervención de Rothko. Su apuesta artística en Montserrat es muy diferente: “El espacio es espiritual y pacífico. Hay también mucha pared blanca, con una luz cenital, suave, que permite la contemplación. La sensación es de tranquilidad, de paz”, afirma el P. Laplana.

38 obras de nueva creación

Y todo ello de mano de la consabida abstracción de Scully: “La abstracción es el arte espiritual de nuestro tiempo”, afirma el artista, que ha creado 38 obras para un espacio de peregrinación permanente para los amantes del arte y de la fe: hay cinco pinturas de gran formato, otra serie al óleo con 14 lienzos que forman un vía crucis, ocho vitrales, tres pinturas al fresco, un trasaltar de cristal, tres crucifijos también de cristal y cuatro candelabros.

Santa Cecilia es, como apunta el director del Museo de Montserrat, “una iglesia católica, consagrada y abierta al culto, aunque no ordinariamente, y, por supuesto, abierta a las visitas”. Scully ha insistido en su sacralidad con un lenguaje contemporáneo lleno de simbolismos: tragedia, alegría, pasión y belleza.

“La gente siempre asocia la espiritualidad con gran austeridad y grandes privaciones, y no tiene que ser así”, sentencia el pintor. “Toda la obra de Scully, aunque es abstracta, tiene parte de la vida, de su vida, de lo que ha vivido –añade el P. Laplana–. Es una pintura muy vital, cada cuadro tiene detrás una vivencia muy fuerte, muy humana, y eso lo transmite”.

Las primeras obras que Scully pensó para Santa Cecilia fueron, de hecho, una serie, titulada Holly –su visión de las catorce estaciones del vía crucis–, dedicada a su madre, que había muerto en 2003. “Ya en el primer momento, el artista decidió que el tema principal de su intervención en aquel espacio tenía que ser su serie Holly, que en 2004 había instalado en la Kunstverein de Aichach, Alemania. Desde el primer momento se propuso conservar el ambiente sagrado propicio a la contemplación y la meditación silenciosa”, relata el religioso.

Sin embargo, la que puede verse en la ermita románica es otra serie, más reciente: Holly-Stationes (2013). “La primera serie prácticamente la vendió al completo. Esta es diferente, igualmente intensa y diría que aún mejor –afirma el monje benedictino–. Es una reinterpretación personal de las catorce estaciones que había pintado en memoria de su madre, Ivy, y recordando cómo miraba asustado el vía crucis de una pequeña iglesia en Highbury cuando solo tenía seis años, mientras fuera caía una fuerte tormenta de granizo”.

El P. Laplana recuerda cómo la figura de la madre ha sido fundamental en el proyecto desde su primer encuentro con el artista en Santa Cecilia, en el verano de 2005. “El galerista Carlos Taché, que es muy amigo mío y también de Scully –narra–, quedó en que me lo presentaría, porque venía mucho por Montserrat y tenía interés en conocernos. Vino y yo le invité a formar parte de nuestro museo. Dijo que no, pero que, si teníamos un espacio que fuera histórico, antiguo, bonito, sí que le interesaba intervenir ahí”. Entonces el monje se acordó de la cercana Santa Cecilia, propiedad de la abadía y totalmente abandonada.

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En el nº 2.951 de Vida Nueva

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