Acúsome, padre

Voy a misa los domingos para vivir el encuentro con Dios en el encuentro con la comunidad. Es lo que me dice la teología. En la práctica, la mayoría de las veces tengo que aguantarme el sermón. Quince o veinte tediosos minutos de comentarios insulsos y deshilvanados, durante los cuales me pregunto cuánto falta para que el padre termine de hablar y si esa es la buena noticia que unas doscientas personas reciben semanalmente, si ejerce a conciencia el ministerio que la Iglesia le confía de anunciarla, si sus palabras conmueven y convencen como se espera de su predicación.

Porque la gente va a misa a oír lo que dice el padre. Y es cierto que hay iglesias que se llenan porque los curas que celebran las misas son taquilleros. Dios los bendiga a ellos y a su feligresía. Pero son minoría.

Razón tiene el padre Rafael de Brigard en su habitual página en esta revista, titulada Nuestra pésima comunicación y aparecida en anterior edición, al cuestionar “el profesionalismo del clero a la hora de abrir la boca” y la pasividad de un público “incapaz de levantarse de una celebración en la cual el orador esté diciendo tonterías”. Razón tiene al afirmar que “seguimos hablándole a la gente en una forma que es signo de un gran menosprecio por el Pueblo de Dios”: es lo que siento con muchas homilías dominicales que dan la sensación de no haber sido preparadas y pronunciadas con la retórica de un profesor de primaria.

Además, me llegaron sus palabras, padre de Brigard, y me acuso porque cada domingo, me falta valor –san Pablo lo llamaba parresia– para acercarme al final de la misa a preguntarle al padre si preparó su homilía y si lo hizo de rodillas, que es como creo que se debe preparar el anuncio de la buena noticia del amor de Dios.

Isabel Corpas de Posada

Compartir