De Salgar a una teología del lugar

Las imágenes con los estragos de la avalancha salpican de dolor la pantalla del noticiero. Toda muerte duele porque toda vida es sagrada. Más allá de las estadísticas hay historias, rostros, álbumes de abrazos y afectos que se lloran y se extrañan.

No es tan cierto aquello que “la naturaleza nunca perdona” pues pese a la barbarie de nuestra cultura, los ecosistemas se muestran resilientes, soportan, aguantan, se estiran hasta que, por algún lado, “la cuerda se rompe”. Y se rompió aquella madrugada de mayo. La Madre Tierra se “cansó” de “perdonar”. El agua arrasó con lo que encontró a su paso y sembró de muerte y más miseria aquel paisaje de los Andes antioqueños

¿Lecciones? La tragedia estaba advertida pero los políticos gobiernan al margen de los datos de la ciencia. Los llamados “desastres naturales” no son tan naturales. Al deforestar la alta montaña, al llenar de residuos el lecho de las quebradas, al invadir el cauce de los ríos, al propiciar el cambio climático y alterar los ciclos y volúmenes de lluvias, pagamos con ataúdes de madera, la tala de los árboles a lo largo de la cuenca. Así, el ecocidio termina siendo un suicidio. La contaminación, otra forma de homicidio. La crisis ecológica, un genocidio.

Los damnificados piden que el Estado les “solucione” ya su calamidad. Los medios de comunicación suplican donaciones. Se centran en los efectos y no en las causas. Así, ¡Qué fácil es culpar a “dios”! !Qué simple es pedir que lleguen ayudas “desde arriba” mientras el suelo se resquebraja “por debajo”!

Para que esta cruz sea comienzo del resurgir y muchos tengan vida en abundancia, hay que generar un estado “ambiental” de derecho, subordinar la economía a la ecología y redescubrir la “trama del mundo” en comunión con la Sabiduría, artífice del Universo (Sab 7, 15-21).

Alirio Cáceres

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