Beato monseñor Romero

Carlos Amigo, cardenal arzobispo emérito de Sevilla CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla

El beato Maestro Ávila. Así conocíamos y llamábamos al excelso patrono del clero secular español, antes de ser canonizado y recobrar su nombre de pila: Juan. Aunque naciera en Almodóvar del Campo, provincia de Ciudad Real. En Guatemala, al humilde y caritativo franciscano hermano Pedro, después de beatificado, se le reconocía como el beato hermano Pedro. Y después de canonizado: san beato hermano Pedro.

Un poco de lo mismo nos va a ocurrir con el beato monseñor Romero. El testimonio de su vida santa estará indisolublemente unido a su condición de obispo, de pastor, de quien diera su vida por cuidar bien de su rebaño, alimentarlo con la verdad y la misericordia, defendiendo sus derechos, denunciando la injusticia, las estructuras de pecado, las limitaciones a la libertad de las personas.

Dar la vida por las ovejas. ¡Qué buen oficio es este! ¡Es que el amor no tiene medida ni el sacrificio precio! La moneda que se paga por ejercer tan buen ministerio no puede ser otra que la de la misma vida. Unas veces con el derramamiento de la propia sangre. Otras, con el fiel cumplimiento diario de las obligaciones ministeriales. El beato monseñor Romero sufrió, primero, persecución a causa de su fidelidad y, a continuación, en coherencia entre su fe y su palabra, la muerte.

Fue testigo del Espíritu de Dios, que vivía en él de una forma especial por la imposición de las manos y por la elección para desempeñar el ministerio episcopal. No ahogó ese Espíritu sucumbiendo ante la persecución y las amenazas. Se dejó llevar por el Espíritu Santo y gustó la libertad en el convencimiento de que, más allá de cualquier duda, está la bondad de Dios como garantía para encontrar la justicia del Evangelio. Fue testigo antes que maestro. Primero hablaba con las palabras; después gritaba con la fuerza del comportamiento.

Su testimonio conmueve y arrastra. Muriendo por su fe en el Dios que se había revelado en Jesucristo y por la libertad de conciencia de llevar en fidelidad el ministerio encomendado y hasta las últimas consecuencias. Permaneció firme en la confesión del nombre de Cristo y pagó con su vida el precio de la paz para su conciencia. Era testigo de la verdad y la verdad le hizo libre, con la mejor libertad: la del Espíritu que vivía con monseñor Romero.

En los mártires se ilumina el misterio de la cruz. Ellos, y su testimonio, son causa de nuestra alegría. El Señor ha estado grande con nosotros al ofrecernos la vida y el ejemplo de estos mártires. Después de sufrir atroces torturas, confirmaron su fe. Murieron, pero vencieron.

Era sufrido en la tribulación, porque se alegraba en la esperanza. Si la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos, bien podemos esperar abundantes frutos en la Iglesia, especialmente allí donde más sufriera el beato monseñor Romero.

En el nº 2.944 de Vida Nueva

 

ESPECIAL MONSEÑOR ROMERO BEATO:

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