Radical

Cada vez que el padre Alfaro llega a una nueva comunidad, lo primero que hace es preparar el terreno para su tumba. Desde hace años anda por Nepal y como allí prima la incineración, ha cambiado la bendición del suelo por un columbario.

José Alfaro es el único misionero europeo en el país donde la tierra tiembla hasta el punto de acabar con la esperanza, con cualquier proyecto de futuro, con la vida.  Pero no vean en la actitud del padre Alfaro una especie de fascinación por la muerte o que los años le hacen pensar ya más en lo ascendente que en lo cotidiano. Todo lo contrario. El escolapio lleva al extremo ese gesto de Juan Pablo II que le llevaba a besar el alquitrán del aeropuerto como signo de reconocimiento a la nación que visitaba. Para el padre Alfaro supone la firma del contrato con el pueblo que lo acoge. Me doy por vosotros hasta el final. Vengo para quedarme, no con billete de ida y vuelta. Sólo de pensarlo cuando me lo cuenta, me tiemblan las canillas. Uno que se siente frágil, se sabe inconstante y lleva como puede el miedo al compromiso, ve en poner la tumba por delante la respuesta al significado de eso que se llama radicalidad evangélica. Sí, porque defender a Jesús no pasa por una beligerancia de argumentos, como se ha presumido en las últimas décadas entre aquellos que querían hacer méritos para cazar al vuelo una mitra o abanderarse como laicos comprometidos en la vida pública. Ser un radical del Evangelio pasa por poner al otro en el centro, por dar la vida o, al menos, tener claro que en un momento dado habrá que darla, por el pueblo y para el pueblo. Se nos había olvidado que en eso consistía el discipulado. En un seguimiento a la vera del camino, en un identificarse con la tierra reseca donde toca encardinarse a fuego lento, sin prisa por marcharse, sin miedo a quedarse. En Nepal. O en El Salvador. Llámese José Álfaro. Llámenle Óscar Romero. Mártir. Beato para Roma. Santo para todos.

José Beltrán. Director de Vida Nueva España

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