Palestinos: la vida más allá del hormigón

muro construido por Israel en Cisjordania para limitar la vida de los palestinos

muro construido por Israel en Cisjordania para limitar la vida de los palestinos

ETHEL BONET (BEIRUT) | Mohamed Kallam, de 47 años, ha vivido siempre entre muros. No esos de hormigón que el Gobierno israelí ha levantado desde 2002 para “proteger” su territorio, sino unos imaginarios. Como refugiado palestino en el Líbano, su verdadero hogar es un sueño que dibuja en el horizonte: “Mis padres –explica a Vida Nueva– me contaron que en nuestra casa, en el campamento de refugiados de Qalandia, en Cisjordania, había campos de olivos. Yo les digo a mis hijos, cuando veo algún olivo, que así es nuestra tierra, para que siempre recuerden Palestina”. Y es que, cuando apenas tenía dos años de edad, en 1967, su familia emigró a Líbano, al campamento de refugiados palestino de Shatila, a las afueras de Beirut.

Su vida siempre ha estado llena de restricciones, ya que los palestinos están controlados por las autoridades libanesas y no pueden moverse libremente por el país del Cedro. “Es muy bueno que el Vaticano, a través del papa Francisco, se haya sumado a los países que reconocen al Estado palestino. Pero todo dependerá de los políticos”, advierte Kallam.

Este refugiado no solo se refiere al Gobierno israelí, sino también a las autoridades palestinas, que han fracturado aún más este débil territorio. “Los enfrentamientos entre Al Fatah y Hamas no ayudan para que seamos un Estado fuerte y unido –reprocha–. Yo lo que querría para el futuro de Palestina es que pudiéramos vivir todos juntos, árabes e israelíes en la misma tierra”.

Sin embargo, los deseos de Kallan chocan con una realidad que hace imposible un único Estado compartido entre árabes e israelíes. Aún más desde que el Gobierno de Ariel Sharon aprobó en junio de 2002 la construcción del muro israelí en Cisjordania, un total de 630 kilómetros de vallas, alambradas de espino, zanjas, zonas de arena fina para detectar huellas, torres de vigilancia y caminos asfaltados a cada lado para permitir patrullar a los tanques. Con el tiempo, Israel se ha ido aislando para crear sus propias fronteras.

A esos 630 kilómetros se le suman otros 70 de un muro de hormigón de hasta siete metros de altura en algunas zonas. Muchas familias palestinas han quedado partidas, algunos viviendo dentro del lado israelí en Jerusalén Este y otros en Cisjordania.

A diario saltan el muro de hormigón de siete metros de altura para poder ver a sus familiares, acudir al trabajo o rezar en su mezquita. Son palestinos que viven en Cisjordania, pero que están atados emocional o laboralmente a Jerusalén, por donde pasa la muralla de separación.

Hablar por un agujero

Samia Jarrar nos cuenta que su hermana nunca ha podido conocer a su nieta: “Cuando se casó mi sobrina, su esposo vivía al otro lado del muro en Jerusalén. Desde entonces, mi hermana no ha podido ver a su hija ni a su nieta. Mi hermana es mayor y físicamente no puede saltar el muro”. Su hermana acude una vez por semana al muro para hablar con su hija a través de un socavón en la parte inferior de uno de los bloques de hormigón. “Mi hermana ha visto crecer a su nieta en fotografías”, lamenta Jarrar.

Esta palestina de 70 años, refugiada en el campo de Shabra, en Beirut, desea que algún día su familia pueda estar reunida: “Yo soy muy mayor y no voy a poder regresar a Palestina, pero ojalá que mis hijos logren volver y la familia esté unida”.

Pero no hace falta que sean unos altos muros de hormigón los que separan a los palestinos e israelíes; la convivencia entre las dos comunidades se hace imposible en muchos lugares de esta Tierra Santa. La controvertida ciudad de Hebrón, donde viven 500 colonos radicales, protegidos por 450 soldados israelíes y rodeados por 170.000 palestinos, es un ejemplo de la insostenible convivencia entre los colonos y sus vecinos palestinos en esta simbólica ciudad donde se encuentra la Tumba de los Patriarcas.

La calle de Shalala, que atraviesa el centro de la ciudad vieja, era antes una avenida comercial con cientos de comercios árabes que han sido cerrados y trasladados a la zona H-1, donde ahora viven la mayoría de los palestinos. Subir por la calle hasta la colina donde se encuentra la última colonia judía, Tell Romeida, resulta estremecedor.

Todo está deshabitado, en completo silencio, como el cementerio árabe, situado a mano izquierda. En este asentamiento viven siete familias judías y cincuenta palestinas, de las 500 que se vieron obligadas a abandonar sus casas por la fuerza. Para llegar a casa, Hanna Abu Hekal, aislada detrás del asentamiento, tiene que agachar la cabeza, apretar el paso y esquivar las piedras que le arrojan los colonos más radicales, bajo las órdenes de David Goldstein, hijo de Baruch, el judío ortodoxo que mató a 29 musulmanes en la Tumba de los Patriarcas en 1998. La entrada a su vivienda está cerrada por una alambrada que la rodea.

“Vivimos incomunicados –se lamenta–. El Ejército entra a cualquier hora en la casa y nos intimida, lo registran todo y nos sacan en pijama a la calle de madrugada. No tenemos un momento de paz, pero este es nuestro hogar y resistiremos”.

Entrar en casa de Hasem Al Azeh es casi como practicar un deporte de alto riesgo. Hay que escalar por el muro que la rodea y bajar por una escalera de madera apoyada al otro lado del muro para acceder a ella. Las ventanas están selladas y protegidas por rejas de metal, en las que se pueden ver agujeros de bala. “Nuestros hijos van a la escuela Al Qurtuba y, todos los días, los niños judíos les arrojan piedras y los intimidan para que se vayan, mientras gritan: ‘Esta es la tierra de Israel’”, denuncia.

La ocupación, el muro de separación y los inaccesibles puntos de control israelíes afectan la vida de los palestinos a todos los niveles, e incluso en el deporte. A la Federación Palestina de Fútbol, que depende del Ministerio de Juventud y Deportes, se le hace imposible reunirse para entrenar o participar en competiciones en suelo palestino. A los jugadores que viven en la Franja de Gaza, Israel les prohíbe la entrada en Cisjordania, al igual que a los cisjordanos se les impide viajar a Gaza. La única manera para que toda la selección de fútbol pueda entrenar junta es hacerlo en Egipto o Jordania.

En el nº 2.942 de Vida Nueva

 

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