Saber leer, querer leer

También hay analfabetas de corazón. Son aquellos a los que no les gusta leer. Saben deletrear palabras, entienden frases, incluso hilan párrafos y desentrañan argumentos. ¡Pero les da una pereza!

Cada día son más, forman legión. Se contentan con seguir el chat, eléctricamente despachan el último tuit. No les ponga a mano un libro porque les parece pesado, no se concentran, se aturden con sinfín de distracciones.

Mark Twain los tenía detectados desde su siglo XIX: “una persona que no quiere leer –escribió- no tiene ninguna ventaja sobre una que no puede leer”. El que no puede leer es analfabeta literal o funcional; el que no quiere, analfabeta de corazón.

En apariencia este último tendría ventaja, pues es capaz de orientarse con el letrero del bus, las instrucciones de la aspiradora, es decir, con las minucias de la vida. Pero de cara al destino para el que estamos en el planeta, quien no quiere leer, pudiendo, es como quien teniendo la boca de la amada desperdicia el beso.

El alfabetismo de los que en su vida nunca cogen un libro es despilfarro que inculpa al sistema educativo. Es al mismo tiempo acusación contra una civilización que endiosa la técnica y arrincona el humanismo. Y salivazo en la cara de una sociedad desesperada por el sinsentido de la existencia.

No querer leer es cerrarse a la inteligencia de los siglos, de los muertos excelsos, de los hipnotizadores de pájaros, de los cantores del lado hermético de la luna. No basta saber leer, es preciso desear leer.

Arturo Guerrero

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