Dios sorprende en Manila

Misioneras del Santísimo Sacramento y María Inmaculada en Filipinas

Primera misión en Asia de las Misioneras del Santísimo Sacramento y María Inmaculada

Misioneras del Santísimo Sacramento y María Inmaculada en Filipinas

Mapi y Ángela María con varios de los niños

Dios sorprende en Manila [extracto]

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA | Las Misioneras del Santísimo Sacramento y María Inmaculada son una congregación fundada por María Emilia Riquelme (Granada, 1847) y cuyo carisma se basa en la Adoración Perpetua, la educación y las misiones. Tratando de aunar estas esencias, cuatro religiosas (la española Mapi, la puertorriqueña Nirma y las colombianas Luz y Ángela María) marcharon hace tres años a Manila para fundar allí su primera misión en Asia. Sin dudarlo, pasaron a formar parte de la gran obra que los agustinos desarrollan desde hace años en Baseco, Port Area, el barrio más pobre de la capital de Filipinas. La periferia de las periferias.

Las religiosas participan activamente en el día a día de la capilla del Santísimo Sacramento, también Centro Social María Emilia Riquelme. Acompañan a grupos de niños, jóvenes y adultos con un programa de alimentación y participando en la acción pastoral, principalmente en la catequesis. Pero, ante todo, esta es una historia con muchos rostros e historias que se han encontrado en este punto común, a modo de “sorpresa” de Dios.

Resuena con fuerza la voz de algunas de las jóvenes atendidas, como Fritz Iris y Jeza, o de madres de familia, como Lucy y Mary Jane. Se expresan con sencillez sobre el cambio que se está dando en sus vidas: “Estamos aprendiendo muchas cosas sobre Dios y participando todos los domingos de la Eucaristía” (Fritz Iris); “las hermanas nos enseñan a estar más cerca de Dios y a estar alegres a pesar de los problemas, porque Dios está con nosotros” (Jeza); “ahora tenemos más esperanza mi familia y yo, especialmente en nuestra vida espiritual, que es más fuerte gracias a las hermanas (Mary Jane); “mi vida está mejorando porque rezo más, porque hablo más con el Señor” (Lucy).

Misioneras del Santísimo Sacramento y María Inmaculada en Filipinas

Mary Jane con sus hijos

Caminan apoyándose los unos en los otros, buscando mejorar las condiciones del barrio. Así lo expresa Fritz Iris: “Ahora vivimos con más paz. Mi familia no está separada y gracias a Dios puedo seguir estudiando”. Lo mismo que Jeza, que hoy encara cada día con más ilusión: Ahora tengo más esperanza en todo. Las hermanas me han enseñado que, en cada uno de nuestros fracasos, Dios siempre tiene una razón para ello y, aunque fallemos, siempre saca algo bueno. Tiene un proyecto de amor para cada uno de nosotros”.

Ángela María Zapata Avendaño, una de las misioneras, explica qué le ha llevado hasta allí. Para lo que no puede sino partir del principio, del origen de su vocación: “Es una historia de amor de Dios. De otra manera no podría ser, porque, si por razonamientos humanos fuera, nunca hubiera sido religiosa. Siempre fui alegre y conversadora, y, desde los seis años, pertenecí a las Guías Scout. A decir de mi familia, nunca me bajaba el morral de la espalda”.

“Pero –continúa– Dios iba haciendo su trabajo de fondo. Me encantaba ver a las religiosas de mi colegio, alegres y entregadas, con tanto amor por nosotras, tan traviesas. Un día me surgió la idea: ‘Vivir así vale la pena…’. Fue un momento de gracia. Empecé a hablar de ello con una religiosa. Fue así como, en el momento y la hora menos pensados, pero con la seguridad de que era Dios el que me invitaba a seguirle, decidí entrar en la congregación al cumplir los 16 años”.

Desde entonces hasta hoy, reconoce, “he vivido situaciones difíciles y ‘noches oscuras’… Junto a períodos de mucha alegría y de paz, de misiones, de grandes retos”. Hasta acabar en Manila, a cuyo viaje precedió un alud de sentimientos: “Ante todo, un profundo agradecimiento a Dios por seguir llamándome a compartir mi vida con otros. Y a la congregación, por pensar en mí. Al comienzo, lo viví con algo de perplejidad y sorpresa, pues todo es tan distinto a lo que conocía… Trato de observar, aprender y vivir todo desde la nueva cultura en la que vivo”.

Misioneras del Santísimo Sacramento y María Inmaculada en Filipinas

Fritz Iris, a la derecha

Una experiencia similar es la de su compañera María del Pino Rodríguez de Rivera y Olives, a quien todos conocen como Mapi. Ella también parte del origen de su vocación para explicarse su presencia en Manila, en una historia de ida y vuelta. A una infancia y una juventud de pertenencia cristiana, gracias a su familia y a estar en el grupo Amigos de Jesús y, años más tarde, en el Movimiento Teresiano Apostolado, siguió una etapa de alejamiento, al empezar Derecho: “No sé cómo ni por qué, pero me fui alejando de Jesús y de la Iglesia. Mi rutina se redujo a un malvivir continuo. Mi vida no tenía sentido. Viví desde este vacío durante casi tres años; nada me llenaba, nada me atraía, y busqué la felicidad en lugares equivocados. Llegó un momento en el que decidí dejar mi casa, mis Islas Canarias, y comenzar de cero en otro lugar. Algo dentro de mí me decía que iba a encontrar cosas buenas; ese algo era Jesús; era su voz, pero entonces no era capaz de reconocerla”.

Tras llegar a Granada, donde se matriculó en la universidad, Mapi se instaló en la Residencia Universitaria Madre Riquelme. Hizo amigos, su vida se iba rehaciendo. Pero algo le llamaba la atención. Más bien, alguien: “Las religiosas de la residencia, que vivían en frente, en la Casa Madre, eran muy cercanas. Conocí a dos novicias y me cuestionaba su opción de vida. Quería saber qué les hacía optar por la Vida Religiosa. Me invitaron a un grupo de oración y acepté, aunque no estaba segura. Aquello me pareció una locura, no entendía lo que hacían allí los jóvenes delante de Jesús Sacramentado, pero, a pesar de ello, volví a la semana siguiente. Me sentía incapaz de mirarle, indigna de estar en su presencia, pero, al mismo tiempo, me atraía. Se despertó en mí el deseo de hablar con Él. Nuestra relación se estrechaba cada vez más, y eso me agradaba, pero también sentía miedo. Iba a la Eucaristía todos los días y cada vez que recibía al Señor me invadía una paz que jamás había experimentado. Me estaba enamorando de Jesús. Ahora sé que formaba parte de sus sueños. Tenía su momento para hacérmelo saber”.

Después de su “sí”, Mapi pasó sus primeros años de formación religiosa en Granada, en la Casa Madre. Después, estuvo cuatro años en Pamplona y dos Motril, el paso previo a su llegada a Manila, donde es feliz “buscando cada día la voluntad de Dios entre los más pobres. No siempre es fácil, pero tenemos la completa seguridad de que Jesús está con nosotras. Me está regalando una etapa muy especial en mi vocación. Son tantas vivencias compartidas, y tan hondas, que apenas se pueden expresar con palabras. La gente no tiene nada, pero guardan el gran tesoro de la fe, recibido de generación en generación en las familias. Son ellos los que nos evangelizan a nosotras. Dios mismo se nos manifiesta a través de la sabiduría de los humildes y sencillos. ¡Toda una lección!”.Misioneras del Santísimo Sacramento y María Inmaculada en Filipinas

“Un trocito de Evangelio”

Estas historias entrelazadas se ilustran con los relatos que marcan el día a día de las religiosas. Valga el ejemplo de esta anécdota de Mapi: “Recuerdo con mucho cariño un día en que vi a uno de los niños de Baseco, Jomer, de cuatro años, llorando porque se había caído. Estaba desnudito. Me acerqué a él y le vi una herida en la rodilla. No era grave, pero le di toda la importancia para que se sintiera mejor. Me acerqué, le acaricié, le besé y le curé. En la zona donde trabajamos, el suelo es pura tierra y piedras. Estaba arrodillada. Cuando me quise dar cuenta, la mamá se había ido a buscar, en medio de su pobreza, un pañito mojado para limpiarme las rodillas. ¡Qué gesto tan sencillo de delicadeza! Después de unos días, volví, y el mismo niño vino corriendo hacia mí y, sin pronunciar palabra, me enseñó su herida ya curada, con una mirada de agradecimiento que rebosaba ternura de Dios. Aparentemente, esta es una experiencia sin importancia, del día a día, pero para mí fue una experiencia de Dios muy fuerte. Al curar a ese niño, sentí que estaba curando a Jesús. No puedo explicarlo con palabras, pero en ese niño estaba Él pidiéndome que le curara. Fue un trocito de Evangelio hecho vida”. Como recuerda Ángela María, así se lo pidió un día a las religiosas el cardenal Tagle: “Nos dijo que solo teníamos que ser el Cuerpo y la Sangre de Cristo por las calles de Baseco. Aún sigo buscando la manera de cómo serlo, ¡pero feliz!”.

En el nº 2.941 de Vida Nueva

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