Tribuna

Democracia y Estado Islámico

Compartir

Jesús Sánchez Adalid, sacerdote y escritorJESÚS SÁNCHEZ ADALID | Sacerdote y escritor

Cuando se habla de democracia, se la suele oponer al fascismo o a la dictadura. Es decir, se habla de la democracia –digamos– “al modo occidental” (si es que hay algún otro “modo”), que se consolida después de las guerras del siglo XX. Se trata de un concepto individualista y liberal que se corresponde con la vida del ciudadano satisfecho y consumidor que pretende vivir y dejar vivir a cada uno en paz y en libertad.

El economista austriaco Joseph Schumpeter ya lo describió perfectamente en torno a 1928, de una manera que resumiremos así: la democracia es el gobierno competitivo de políticos profesionales que se disputan el voto de los ciudadanos, los cuales les otorgan el poder de decidir en asuntos políticos y económicos mediante votaciones que se celebran habitualmente cada cuatro años.

Los ciudadanos, después de votar, se desentienden de los asuntos políticos, dedicándose a sus asuntos familiares y profesionales, hasta que son convocados nuevamente a las elecciones y pueden derrocar al Gobierno o confirmarle en el poder. Y todo ello con una clara diferencia entre vida privada y vida pública. Poco ha variado este concepto en un siglo.

Ilustracion-Tomas-de-Zarate-VN-2935La democracia, como tal, hoy solo puede entenderse correctamente como contrapuesta a otros regímenes políticos. Y la clasificación de las sociedades actualmente solo tiene dos posibilidades: sociedades democráticas y sociedades no democráticas. Es decir, hoy solo podemos distinguir entre democracias y no democracias a nivel de regímenes políticos. ¿En qué se diferencian ambas? En que en las sociedades políticas democráticas hay elecciones; hay un control político por parte de las urnas y un respeto por los derechos y libertades de los ciudadanos. En cambio, en las sociedades no democráticas, los grupos dirigentes no se someten al control de las urnas ni a ningún otro. Solo responden ante Dios o ante la historia.

El islam es una religión en la que hallan solaz más de mil millones de personas. Sin embargo, el islamismo es una corriente de odio que se ha apoderado de una parte, cada vez mayor, de los mahometanos y que procura por la fuerza imponer en el mundo entero una forma muy específica del islam. En general, negar que Europa tenga un problema con su población musulmana inmigrante es un autismo peligroso. Y ese es el reto a largo plazo en la democracia liberal: integrar a personas de diferentes culturas en una sociedad democrática.

Los políticos, en general, no se enfrentan a este problema. Por un lado, muchos países europeos no ofrecen trabajo digno e integración cultural a los musulmanes. Esto provoca una profunda sensación de alienación que puede llevarles al terrorismo, a separarse de la sociedad. Por otro lado, hay una especie de fallo en la democracia liberal, ya que debe garantizar ciertos mecanismos para que los individuos acepten las reglas del juego y el pluralismo de vivir en esas sociedades. Pero sucede que los musulmanes radicales no las aceptan. El conflicto está ahí, y cada vez más acentuado. Negarlo es una ceguera irresponsable.

Sin excesivo alarmismo, si Occidente no habrá de sucumbir ante la agresiva islamización, deberíamos prever mecanismos posibles para su rescate. Opino que la solución solo podrá emerger de las fuerzas sanas de Europa, como augurara don Ramón Menéndez Pidal; es decir, de una “tenaz adhesión a la cultura occidental que defiende y propaga”.

Pero estas sociedades autistas de hoy parecen no reaccionar frente a las decapitaciones en televisión, el padecimiento de la mujer en los regímenes islámicos, el ataque de los islamistas en Europa, la expresa aspiración a reconquistar la Península Ibérica para el islam, la matanza de cristianos en África y Oriente Medio… Tampoco les preocupa que el mundo islámico “sano” no se levante contra esos excesos. Este será, sin duda, un gran problema para la humanidad en las próximas décadas.

En el nº 2.935 de Vida Nueva