¡Viejo, mi querido viejo!

Me he sorprendido tarareando la canción de Piero, Viejo, mi querido viejo, y tratando de entender por qué en el antiguo Egipto llegar a la vejez era considerado como un privilegio divino.

Juan Gossaín dice que la vejez no tiene nada de bueno. Y por supuesto, sustenta la afirmación con la enumeración de algunas falencias que, quiérase o no, se van incrementando a medida que aumentan los años: la soledad, la disminución de la memoria, la falta de entusiasmo y de ganas, la sensación de cansancio, la impresión de que comenzamos a estorbar y de que a nadie le hacemos falta. Conclusión: con el paso de los años las pérdidas son inevitables.

Clarita, una buena amiga, me llamó un día, advirtiéndome que había buscado el número de mi teléfono porque, después de tantos años, sentía la curiosidad de saber dónde y cómo estaba. Le respondí que por fortuna me encontraba muy bien, pero luchando con una enfermedad terminal que, si bien no me producía ningún dolor, era una enfermedad que no tenía cura. “No puede ser”, me dijo, y con toda la delicadeza del caso me preguntó qué clase de enfermedad estaba padeciendo. “¡Años, Clarita, años!”, le dije. “Y tú sabes muy bien que esa enfermedad no tiene cura”.

Recuerdo y esperanza

Cuando se han cumplido ochenta años la memoria sufre un curioso reversazo: comenzamos a revivir nuestra propia historia, una historia que no deja espacio para los hechos recientes y mucho menos para imaginar los venideros. Y poco a poco vamos quedando irremediablemente solos.

Quizá es esto lo que insinúa el libro de los Proverbios: “la belleza de los ancianos es su propia vejez” (Prov 20, 29), y el Salmo 90: “setenta son los años que vivimos y los más fuertes llegan hasta ochenta. Pero el orgullo de vivir tanto sólo trae molestia y trabajo. Los años pronto pasan, lo mismo que nosotros”.

Envejecer es lo más inesperado de todo lo que le sucede al hombre: es como el crepúsculo que aparece de manera breve en los cerros lejanos como anuncio y preámbulo de la noche que llega.

Con el paso de los años las pérdidas son inevitables

En el año 1980 apareció en nuestras librerías el libro Envejecer no es deteriorarse. Recuerdo que curioseando libros en la librería Panamericana mi madre alcanzó a leer el título y me preguntó entre curiosa y sorprendida: “¿Y quién es el autor de ese libro?”. “Gonzalo Canal Ramírez”, le respondí: “un autor muy serio y muy cristiano”. “Pues podrá ser todo lo que sea -me dijo ella con su picardía paisa- pero es muy bruto: ¿cómo puede decir que envejecer no es deteriorarse?”. Seguramente pensaba en las enfermedades y males que comenzaban a aquejarla.

En La Oculta, Héctor Abad Faciolince pone en boca de Eva esta confesión: “mi mamá tenía una teoría y había vivido siempre de acuerdo con ella, y es que los viejos tienen que comprar la compañía (…) Por eso no podemos darles en vida la herencia a los hijos, sino írsela soltando de a poquitos, para no quedarnos íngrimos y arrinconadas en un asilo”.

“La vejez comienza, pues, cuando el recuerdo es más fuerte que la esperanza”, leí en alguna parte. Y esto es algo que duele. Se dice comúnmente que recordar es vivir, pero para mí tengo que hay recuerdos que duelen, aunque sean buenos recuerdos, como cuando se trata de personas y de cosas que no volverán.

Gabriel García Márquez decía que “el secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad”. Sigamos, pues, con la canción de Piero: “es un buen tipo mi viejo, que anda solo y esperando, tiene la tristeza larga de tanto venir andando”.

Monseñor Fabián Marulanda. Obispo emérito de Florencia

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