Romero: mártir de América

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¿Lo mataron por comunista? ¿Fue un asesinato político? ¿Tomar el partido de los pobres y perseguidos lo puso en la mira de los asesinos?

Se necesitaron casi 25 años para que los investigadores de Roma encontraran la respuesta a estas preguntas. Esa respuesta deja entender que la opción por los pobres puede llegar a ser un ejemplo de santidad y heroísmo.

Oscar-Romero

El recuerdo de monseñor Óscar Arnulfo Romero ha perseguido al capitán de aviación Álvaro Rafael Saravia desde aquel 24 de marzo de 1980 cuando, al cabo de una agitada gestión, escuchó el disparo que le dio muerte al arzobispo.

El periodista Carlos Dada, del periódico digital El Faro, de San Salvador, lo encontró en una cárcel en Estados Unidos y revivió con él ese episodio inspirado por el fanatismo anticomunista y el odio. Se trataba de silenciar una voz insobornable.

Era una voz serena que, a pesar de la importancia y delicadeza de los temas que trataba, no le hacía ninguna concesión a la grandilocuencia. En respuesta, el mayor Roberto D’Aubuisson, uno de los creadores del partido Arena, lo dispuso todo para que en El Salvador no se oyera más esa voz de denuncia.

Cuenta el periodista Dada:

“Temprano en la mañana del 24 de marzo, el capitán Eduardo Ávila Ávila entró en la casa de Alex ‘El Ñoño’ Cáceres y despertó a Fernando Sagrera y al capitán Saravia. Llevaba en la mano un ejemplar de La Prensa Gráfica, abierto en la página 20, como prueba de que era un buen día para matar al arzobispo. El periódico anunciaba una misa conmemorativa del primer aniversario de la muerte de la señora Sara Meardi de Pinto. Su hijo, Jorge Pinto, sus nietos y las familias Kriete Ávila, Quiñones Ávila, González Ávila, Ávila Meardi, entre otras, invitaban a ‘la santa Misa que oficiará el arzobispo de San Salvador en la iglesia del Hospital la Divina Providencia a las 18 horas de ese día’”.

“El capitán Eduardo Ávila Ávila les informó el plan: en esa misa sería asesinado monseñor Óscar Arnulfo Romero. Ya todo estaba coordinado con Mario Molina y Roberto D’Aubuisson”.

Los asesinos de monseñor Romero solo sabían que lo acusaban de comunista, porque se había puesto del lado de las víctimas y de los más pobres. Dada reconstruyó el momento del martirio. Es un relato escueto y sin retóricas de hagiógrafo, con el recuerdo seco y burdo del capitán Saravia.

El arzobispo denunció frente al  Papa la grave situación de El Salvador

El arzobispo denunció frente al Papa la grave situación de El Salvador

“Encontramos la iglesia después de un rato y nos parqueamos a un costado de la entrada.

¿No lo habían matado todavía?

No, ahí estábamos parqueados, no habíamos pasado ni cinco minutos cuando se oyó el disparo. Sí, es que esos fueron llegando y matando.

O sea que usted estaba enfrente de la iglesia cuando lo mataron.

Sí, estábamos nosotros, el negro Sagrega, Bibi Montenegro y yo en la parte de atrás del asiento del carro”.

Señala el periodista: “Dos o tres días después del asesinato el grupo de D’Aubuisson sostuvo una reunión en la casa de Eduardo Lemus O´byrne. Saravia supo de esa reunión porque él mismo, saliendo de ahí, fue a pagarle al hombre que disparó contra monseñor Romero. Fue a pagarle por sus servicios”.

“Yo no conocía al tirador (dice Saravia). Ese día lo vi en el carro; meterse al carro de barba. Y después le fui a entregar personalmente los mil colones, que D’Aubuisson los pidió prestados a Eduardo Lemus”.

Recuerda Dada:

“La última vez que nos reunimos (con Saravia) recién había terminado una labor agrícola que le dejó unos cuantos reales machete en mano, lo encontramos rasurado, con el cabello recién cortado y unas gafas nuevas: ‘ahora sí tómenme las fotos que quieran’.

Aprovecho para ponerle la grabación de la última misa de monseñor Romero. El capitán frunce el ceño y escucha atento. Monseñor dice sus últimas palabras: ‘que este cuerpo inmolado y esta sangre sacrificada por los hombres nos alimenten también para dar nuestro cuerpo y nuestra sangre al sufrimiento y al dolor, como Cristo, no para sí, sino para dar conceptos de justicia y de paz a nuestro pueblo. Unámonos, pues, íntimamente en fe y esperanza, a este momento de oración por doña Sarita y por nosotros’.

Se escucha una explosión y el capitán Saravia se estremece. Da un pequeño brinco en la silla. Una corriente eléctrica recorre su cuerpo y se detiene en sus ojos que, ahora sí, se abren completamente detrás de las gafas nuevas y se humedecen. Me mira fijamente sin decir nada por un par de segundos. Respira profundamente.

¿Ese es el disparo?

Sí, capitán, ese es el disparo”.

La conversión de Romero

“Los pobres que tienen esperanza inquietan a los poderosos”, Jon Sobrino

“Los pobres que tienen esperanza inquietan a los poderosos”, Jon Sobrino

Pocos días después del trágico acontecimiento, Jon Sobrino escribió Compañeros de Jesús. El asesinato-martirio de los jesuitas salvadoreños, donde a la pregunta acerca de por qué los mataron respondía: “Por ser conciencia crítica en una sociedad de pecado y por ser conciencia creativa de una futura sociedad distinta”. Desde entonces la vida no sería igual para Jon Sobrino. “Experimenté -afirma- un corte real en mi vida y un vacío que no se llenaba con nada”. El corte se produciría también en sus escritos posteriores, que llevarían la marca indeleble del martirio y el sello de los pueblos crucificados. Jon Sobrino se convertía en superviviente del martirio y testigo de mártires, y su teología tomaba el género literario del testimonio.

El 12 de marzo de 1977 las balas asesinas habían terminado con la vida de su compañero Rutilio Grande, comprometido en la lucha por la justicia en Aguilares, y de dos campesinos, un anciano y un niño. Jon Sobrino, que estaba acompañando a los muertos, abrió la puerta a monseñor Romero -recién nombrado arzobispo de San Salvador-, que llegaba para presidir el funeral por Rutilio. Sobrino le acompañó hasta la iglesia donde se encontraban reunidos cientos de campesinos acompañando a los tres cadáveres. Fue durante el funeral cuando Romero, hasta entonces un obispo conservador y crítico con la teología de la liberación, se convirtió al Dios de los oprimidos, a la Iglesia de los pobres y a la causa de la liberación.

La matanza

Llegué a San Salvador ocho días después del funeral de monseñor Romero y volví a ver aquella catedral, una enorme construcción inconclusa que exhibía, como muñones, las varillas de acero de torres y vigas aún por fundir. Cuando la vi por primera vez los guerrilleros habían montado allí su secretariado. La fachada del templo casi desaparecía cubierta con afiches, pasacalles y mantas de propaganda, que ahora daban voz a grupos católicos que oraban o protestaban.

jesuitasCircundaba a esa catedral un aire de tristeza y de pasmo porque persistía el recuerdo del sangriento funeral del arzobispo. Todas las naves, las capillas laterales, el atrio y buena parte de la plaza se habían colmado con una muchedumbre acongojada que iba a despedir a su pastor y a sentar su protesta. Desde el primer momento los salvadoreños habían sabido quiénes eran los asesinos.

Fueron los mismos que interrumpieron la misa con disparos y con bombas que, al explotar, sembraron el pánico. Y aunque los celebrantes quisieron continuar la misa en una capilla lateral fue imposible, dijo uno de ellos, porque cálices, hostias, vino y ornamentos se habían perdido en medio de la colosal confusión. Desde entonces se habló de 40 muertos y de 200 heridos. Otros refirieron la muerte de 20 víctimas de las balas oficiales.

El asesinato

La matanza no parecía posible después de lo ocurrido el día anterior, el 24 de marzo, al atardecer, cuando el sicario contratado por el mayor Roberto D’Abuisson hizo un solo disparo que le dio muerte a monseñor Romero en la capilla de la clínica La Divina Providencia, en el momento de la celebración de la misa por el alma de la madre del periodista Jorge Pinto, un hombre que parecía firmar su pena de muerte con cada uno de sus editoriales de oposición.

Al revisar mis notas sobre el sangriento funeral y el asesinato, me pregunto: ¿quién es este hombre capaz de inspirar el afecto de la muchedumbre atacada en la catedral y el odio de los asesinos y de los que tiraron a matar en el templo?

Desde la Universidad Centroamericana

archoscarromeroJosé María Tejeira, jesuita y rector de la Universidad Centro Americana (UCA) de El Salvador, mantiene una serenidad sorprendente para un hombre que ha pasado por los asesinatos de monseñor Romero y varios profesores y trabajadores de la UCA, entre ellos su antecesor en el cargo, Ignacio Ellacuría. Ahora, trabaja para que los culpables del crimen sean juzgados, mientras impulsa desde la Universidad investigaciones para mejorar la vida de los más desfavorecidos. Recientemente, recordó en Vitoria la figura de aquel arzobispo que conmovió los cimientos de la oligarquía y el Ejército salvadoreños por su defensa de los pobres. 

¿Qué legado dejó monseñor Romero?

La experiencia fundamental es que Romero jugó un papel importantísimo en una situación de extrema violencia de El Salvador y que esa labor se mantiene en el recuerdo. Lo asesinaron, sí, pero antes trataron por todos los medios de erradicar su memoria y su persona al considerarlo no como un pastor sino como un político izquierdoso, un arzobispo demagogo. Y sin embargo, veinte años después, su figura está más presente que nunca: en su aniversario se congregaron más de 30.000 personas para recordar su labor.

¿Qué relación había entre la labor de monseñor Romero y la de Ignacio Ellacuría?

Ellacuría y sus compañeros empezaron a trabajar, incluso antes que Romero, diciendo que la palabra cristiana no podía prescindir del análisis de la realidad de El Salvador, que estaba marcada por la injusticia, por el pecado. Estos se quedaron muy sorprendidos cuando llega monseñor Romero al arzobispado por su autenticidad religiosa: expresaba con mucha más fuerza y naturalidad la presencia de un Dios bondadoso que estaba con las víctimas. Ellos eran universitarios, su labor estaba en el análisis crítico de las estructuras políticas, y monseñor Romero estaba cerca de los pobres, trabajaba en los barrios.

Entonces, eran complementarios.

Eso es. Ellacuría tiene una frase que dice: “Con monseñor Romero pasó Dios por El Salvador”. A los jesuitas les dio un gran impulso el ver un pastor de las características de Romero. Evidentemente se complementaban: uno era más pastoral, los otros más teóricos, todos con la misma fe en que la vida se tradujera en que fuera más abundante para los pobres.

Entrevista hecha por Txema Crespo, del diario El País.

El obispo Romero

 

Mi primer encuentro con él fue a la entrada del Seminario Palafoxiano de Puebla, en Méjico, donde se reunía la III Asamblea de los obispos latinoamericanos. Entonces escribí: Todos los periodistas acreditados ante el Celam llevábamos el nombre del obispo Romero en nuestras agendas como un objetivo de trabajo. Y una mañana, durante un receso, lo tuvimos ahí, al alcance de nuestras cámaras y micrófonos. De baja estatura, piel trigueña, con la apariencia de timidez de cualquier curita de pueblo. Cuando lo cercamos miró alrededor como en busca de ayuda. No parecía, ciertamente, el personaje que uno presentía detrás de las estremecedoras noticias que llegaban desde el Salvador.

Era un hombre al que la notoriedad había tomado por sorpresa. Como suele ocurrir con los grandes hombres, él era el último en enterarse de la magnitud del papel que estaba desempeñando en su país

Podría ser el calor de la sobria sotana negra o el apretujamiento a que lo sometíamos, pero entre respuesta y respuesta tenía que limpiar el sudor de su frente. Ese día le preguntamos en tropel: ¿Cuáles son sus relaciones con el gobierno del presidente Carlos Humberto Romero? ¿El Ejército tiene que ver con la muerte de los sacerdotes? ¿Qué opina de las pastorales anticomunistas de dos obispos de su país? ¿Es posible un final no violento para el conflicto de El Salvador? Pacientemente, buscando las palabras precisas, con meticulosidad de científico, el arzobispo respondió a todos, sin eludir preguntas.

El arzobispo en su catedral

Dos años después volví a verlo. Los periodistas habíamos madrugado a misa en la catedral, movidos no tanto por la piedad religiosa sino por la necesidad de escuchar una voz fiable y libre, dentro del asfixiante ambiente de represión y censura que se respiraba en El Salvador.

“Una vez más tengo que lamentar que esto continúe, la represión contra un sector del pueblo salvadoreño, y se trata de encubrir la verdad de estos hechos sangrientos. Desde una avioneta se estuvo arrojando veneno contra unos manifestantes. Hay una gran convergencia en señalar a los guardias nacionales como responsables de la balacera”.

El arzobispo se refería a la manifestación de 200 mil personas que el martes anterior había sido ametrallada a solo una cuadra de la catedral. Los datos que habíamos recogido indicaban que habían muerto más de 20 personas, pero esa era una información desconocida por el público porque la radio había sido amordazada y la prensa, como de costumbre, se había mantenido en la línea segura de publicar solamente los comunicados y las opiniones oficiales. La emisora del arzobispado, la YSAX, había sido dinamitada dos días antes, de modo que este púlpito, ahora rodeado de cámaras y micrófonos, era el único medio de comunicación fiable que le quedaba a El Salvador.

La última homilía

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El domingo anterior a su muerte, en todo El Salvador lo oyeron decir:

“Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del Ejército y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la Policía, de los cuarteles.

Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre, debe de prevalecer la ley de Dios que dice: NO MATAR… Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios (…). Una ley inmoral nadie tiene que cumplirla (…). Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado (…). La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el Gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre (…). En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión! (…)”.

La transformación de Romero

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Quien hubiera visto y oído a Óscar Arnulfo Romero años atrás no hubiera podido imaginar lo que los periodistas estábamos viendo esa mañana en la catedral: sin altisonancias, como quien habla con la familia, el arzobispo denunciaba lo que nadie se atrevía a decir, pero lo suyo era una toma de partido y defensa de los campesinos y los pobres. Hijo de un telegrafista y de una ama de casa en un insignificante pueblo salvadoreño. Romero había nacido en 1917; en 1942 se había ordenado sacerdote en Roma, en donde había terminado sus estudios; ejerciendo su ministerio en parroquias campesinas lo habían sorprendido los cambios del Vaticano II que tomó con reticencia; llamado a dirigir el seminario que antes estaba en manos de jesuitas, había fracasado. El desorden administrativo que rodeó su gestión determinó el cierre del seminario. Mal administrador, pero sacerdote excelente, fue nombrado obispo, de modo que en 1974 presidía la diócesis de Santiago María.

Fueron los cadáveres de unos campesinos asesinados por la Guardia Nacional los que, como un llamado a voces de la realidad, iniciaron en él un cambio que se acentuaría cuando, como arzobispo de San Salvador, sufrió el asesinato del padre Rutilio Grande, su colaborador más cercano y su amigo, acusado de comunista por el Ejército. La misma acusación que él mismo tendría que sobrellevar y que les explicaba a los militares, dentro de su visión elemental, la solidaridad del arzobispo con los pobres y perseguidos de El Salvador.

Ese domingo de enero de 1980, mientras el arzobispo Romero continuaba sus denuncias, miré hacia un costado, en la nave de la derecha: sobre las bancas, en los pasillos, al pie de los altares, en las gradas del presbiterio, por todas partes, campesinos que dormían, mujeres que cambiaban la ropa a sus hijos, niños que corrían como en un campo de juego. Por todos lados maletas, cajas de cartón, bolsas de plástico, todo el mísero equipaje de un pueblo en fuga.

Se habían venido desde Chalatenango como habían podido, colgados en la parte de atrás de los camiones, de pie en el interior de los buses o peligrosamente agarrados en la parte alta, sobre el capacete. Lo cierto es que estaban allí y que aunque habían dejado todo atrás, sus ranchos, sus sembrados y sus esperanzas de hombres de la tierra, habían podido salvar la vida.

El Ejército, dijeron, había destruido ranchos y sembrados y en la refriega habían dejado tendidos en la carretera o bajo los árboles los cadáveres de quince personas. Hacía un rato habíamos leído en la prensa local que los campesinos, en un tiroteo suicida, habían tendido una emboscada a los soldados que avanzaban en un camión; pero allí, sentados en una banca de la catedral, los campesinos contaron otra cosa.

Según ellos las presiones de unos terratenientes empeñados en quitarles sus parcelas habían culminado en la ofensiva del Ejército hacía dos días. El pretexto del ataque había sido el de siempre: que ellos, los campesinos, estaban apoyando a la guerrilla y que eran comunistas, como el arzobispo.

El arzobispo seguía hablando para los salvadoreños, para la prensa y para el mundo y esa es la imagen que conservé, aún después de la noticia de su muerte.

Rememoro esa figura, revivo esa voz pausada y serena, repaso los textos de sus escritos y le doy la razón al teólogo Jon Sobrino cuando escribió citando a Ignacio Ellacuría: “en monseñor Óscar Romero, Dios pasó por El Salvador”. En efecto, en él sintieron los perseguidos que alguien los amaba.

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Tumba de Mons. Romero en San Salvador

Texto: Javier Darío Restrepo

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