Tribuna

La humildad ontológica

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Francesc Torralba, filósofoFRANCESC TORRALBA | Filósofo

La consciencia de los límites y de la fragilidad es la humildad; pero no me refiero a la humildad en sentido moral, sino a la que está arraigada al ser. Frente a la arrogancia de creerse el ser absoluto que puede regir el mundo según su ley, el ser humilde reconoce su carácter efímero y contingente, se percibe a sí mismo como una manifestación tardía de la vida, como un fragmento en consonancia con el Todo y vive conforme a la ley que rige el mundo, que es anterior y posterior a su existencia.

Escribe la filósofa andaluza, María Zambrano: “Sólo el hombre es pordiosero. El hombre siente su servidumbre y su necesidad; su doble y unitaria condición de ser viviente. Y, al pedir, recoge indigencia y servidumbre, pues pide porque es siervo y necesita; pero en el pedir hay ya un conato de exigencia. Cuando el hombre siente su servidumbre la primera forma de sentirla es pedir. Sólo el hombre es pordiosero y lo seguirá siendo siempre; es una de sus posibilidades esenciales. El pedir muestra la deficiencia en que está, la falta de algo o la falta, sin más. Es ya una primera forma de conciencia”1.

En uno de sus últimos ensayos, el fenomenólogo francés, Michel Henry, expresa de un modo muy sucinto el significado de la vulnerabilidad humana. Somos seres encarnados, atados a una corporeidad que experimenta un cuerpo de necesidades y que requiere todo tipo de atenciones. La arrogancia es consecuencia de una ilusión mental, el fruto de una ideología en la que se evapora el ser íntimo de la persona, su fragilidad.Ilustracion Tomas de Zarate 2931

La encarnación -dice el filósofo francés- consiste en el hecho de tener carne, más aún, de ser carne. Por tanto, los seres encarnados no son cuerpos inertes que no sienten ni experimentan nada, no teniendo consciencia ni de ellos mismos ni de las cosas. Los seres encarnados son seres sufrientes, atravesados por el deseo y el temor, que sienten toda la serie de impresiones vinculadas a la carne por cuanto que, constitutivas de su sustancia -una sustancia impersonal por tanto-, comienzan y acaban con lo que ella experimenta”2.

La vulnerabilidad es la condición de la apertura a la realidad, de la estimación y el apego a cosas y, principalmente, a personas. Es la posibilidad de sentir el dolor de la ausencia, el afán de realizar posibilidades cuya exclusión o fracaso o pérdida hiere. Es inmoral evitar la vulnerabilidad a cualquier precio, que es desde luego la pérdida de intensidad de la vida, el desapego, la propensión a resbalar sobre la realidad, la ‘corteza’ aislante como coraza defensiva que elimina la sensibilidad.

La eliminación de la vulnerabilidad es la disminución de la vida, su reducción a formas inferiores, la supresión del entusiasmo, de la adhesión a lo que, siendo valioso, se puede perder, puede fracasar. La invulnerabilidad significa la falta de generosidad, reclusión en la realidad propia, incapacidad de dar y de darse, y por ello de recibir algo que efectivamente valga la pena. La vida humana es transitiva, menesterosa e indigente, se hace con las cosas y sobre todo, con las otras personas.

Experimentar las heridas y sentirlas vivamente no implica, necesariamente, ser vencido por ellas. Como en el azar, que también con frecuencia hiere, la vida las incorpora y se hace uno con ellas, incluyéndolas en su textura. Pueden constituir un ingrediente importante de su riqueza, a última hora, de sus posibilidades.

La vulnerabilidad se expresa de múltiples modos. Desde el dolor de muelas hasta la crisis de fe, pasando por la incomprensión y el desamor, la fragilidad del ser humano adquiere distintas epifanías. Negarse a reconocer tales manifestaciones sólo puede obedecer a un ejercicio de obcecación y de ceguera.

La constatación de la fragilidad derrumba el individualismo como opción de vida, la autosuficiencia moral y el olvido del otro. Cuando uno se reconoce a sí mismo como vulnerable, se percata de la necesidad que tiene de los otros para subsistir en el ser, para seguir siendo. Descubre el valor de la alteridad, entiende que el otro no es la barrera que obstaculiza su desarrollo personal, el enemigo potencial, sino la condición de posibilidad de uno mismo.

1. M. ZAMBRANO, El hombre y lo divino, FCE, Madrid, 1993, pp. 156-157.
2. M. HENRY, Encarnación, Sígueme, Salamanca, 2001, p. 11.

En el nº 2.931 de Vida Nueva.