Lo que somos y lo que deseamos ser

La disputa entre pasado y futuro es especialmente fecunda. Suele pensarse que el pasado es lo único cierto, probado, definitivo. Es la historia, y como tal quedó fijado en anales, memoria o mármol. En cambio el futuro se vislumbra como incierto. Solo los brujos lo predicen, los orates amenazan con él.

Tanto profetas como adivinos proyectan el futuro ciñéndose con rigor a los esquemas del pretérito: así pasó, así seguirá pasando. Es como si los ingredientes para fabricar el porvenir fueran proporcionados únicamente en los mismos almacenes donde adquirió la historia sus materias primas. 

Este modo de considerar el tiempo es fundamento de pesimismo y conservadurismo. Penas y desengaños han sido la regla, penas y desengaños serán el destino. Todo está inventado, nada puede ocurrir por primera vez. Así reflexiona la mente anquilosada.

Desde su antigüedad griega, el más elevado filósofo de los que conformaron el raciocinio de Occidente, Aristóteles, dio mentís a esta relación entre pasado y futuro. “Si aquello que somos constituye la historia –afirmó-, aquello que deseamos ser es siempre mucho más verdadero”. 

Un cosa es lo que somos, inscrito en piedra por el cincel del pasado. Otra diferente lo que deseamos ser, la proyección imaginaria de la mejor versión de nosotros mismos. Pues bien, Aristóteles toma partido por este segundo término de la dicotomía y al hacerlo consagra como más digno de verdad el horizonte de los anhelos, gracias al cual lo venidero se libera del imperio impuro del pasado.

Arturo Guerrero

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