Manila se prepara para la apoteosis final

Con la misa en la capital se cierra una histórica visita de cuatro días

ANTONIO PELAYO, enviado especial a MANILA | Ha comenzado la gran jornada, la última, de Francisco en Filipinas, que concluirá con la apoteosis de la misa en el Grandstand-Parque Rizal de Manila, a las tres y media de la tarde, hora local. Llueve.


Si uno no lo viera, no lo creería: hace horas y horas que las calles de la capital filipina están invadidas por pacíficos batallones de peregrinos, de fieles alegres, de filipinos dispuestos a participar en un día que hará historia. Llueve, ya lo hemos dicho, y todos van pertrechados con sus ponchos impermeables, paraguas y cualquier cosa que sirva para protegerse de una lluvia, que no parece dispuesta a abandonarnos.

Antes de acudir al encuentro de esos millones de fieles, el Papa ha mantenido un primer encuentro con los líderes de las diversas religiones (budismo, judaísmo, hinduismo, islam) y de otras confesiones cristianas, como ortodoxos o evangélicos. Atmósfera cordial porque las relaciones con el catolicismo mayoritario son buenas.

El escenario ha sido la Pontificia y Real Universidad de San Tomás, con más de 400 años de historia, regida por los padres dominicos. En su campus ya se habían instalado (¡desde las seis de la mañana, porque las puertas no se habían abierto antes!) miles de estudiantes ansiosos por aclamar al obispo de Roma. Le recibieron como solo los jóvenes saben hacerlo.

Cuando el Papa llegó finalmente al podio y se hizo la calma, comenzó una celebración de la Palabra que concluyó con la lectura del pasaje del Eevangelio que narra el encuentro de Jesús con el joven rico, al que dijo: “Vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres; después, ven y sígueme”. Entre los testimonios que el Papa escuchó en su reunión con los jóvenes, el más impresionante fue el de Glyzelle Palomar, una muchacha de doce años rescatada de la calle, donde había sido obligada a ejercer la prostitución. No pudo resistir la tensión, su voz se quebró y estalló en lágrimas que solo se calmaron cuando pudo abrazarse a Francisco, que la acarició paternalmente.

Francisco, en plena forma, consideró una vez más preferible improvisar y hacerlo en español. Arrancó con afirmaciones sorprendentes como estas: “¡Sean valientes, no tengan miedo a llorar!”; “no necesitamos jóvenes-museo (que saben todo como un ordenador), sino jóvenes sabios”; “la materia más importante que tienen que aprender en la universidad y en la vida es aprender a amar y a usar los tres lenguajes: el de la mente, el del corazón y el de las manos”; “lo que pensáis, lo sentís y lo realizáis”; “amar y dejarse amar: es más difícil dejarse amar que amar, por eso nos resulta difícil dejarnos amar por Dios. El amor de Dios es siempre una sorpresa”.

San Francisco –fueron algunas de sus últimas palabras– murió con las manos vacías, pero el corazón lleno. Hay que aprender a mendigar, a dejarnos enseñar por las personas a las que ayudamos, los pobres, los enfermos, y dejarnos evangelizar por ellos”.

Con este “desayuno”, el Pontífice volvió a la nunciatura apostólica para reposar un poco y prepararse para la misa, que superará en presencias a la que san Juan Pablo II celebró en el mismo lugar hace veinte años.

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