Los párrocos, las ruedas de la Iglesia (Defensa)

comunidadsbc

“La Iglesia resiste muchas veces sin Papa ni obispos ni cardenales ni monseñores, pero sin párrocos muere inexorablemente”

Ni siquiera el papa Francisco se ha resistido a la tentación de darle palo a los párrocos en público, sin considerar cómo los medios de comunicación se valen para usar a su antojo sus palabras y pareceres. Se une así el Santo Padre a una larga cadena de críticos contra lo que hacemos los párrocos del mundo, cayendo sobre lugares comunes como el manejo del dinero o la relación del mismo y los sacramentos, o los modos de celebrar, o los tiempos y calidad de atención dedicada a los feligreses, etc. Yo, francamente, comprendo y aprecio cada vez más a los sacerdotes del mundo que están sirviendo al Pueblo de Dios como párrocos y siento un desprecio inmenso por todas aquellas críticas que se nos hacen desde la comodidad de “otras posiciones”, pues, por lo general, reflejan un gran desconocimiento de lo que es este bellísimo y a veces difícil oficio.

La verdad sea dicha

A la Iglesia la mueven los párrocos y nadie más. Ni el Papa ni los obispos ni los sacerdotes de movimientos ni los curiales ni tampoco los clérigos eruditos y burócratas tienen fuerza propia. Todos estos están montados sobre un chasis que llevan sobre sus hombros los párrocos y sus hombros son las ruedas de la Iglesia. Los párrocos son los del diario proponer y explicar la Palabra de Dios, son los del diario confesar a los pecadores y pecadoras, son quienes auxilian a los enfermos en el final de su vida, son los que hacen la caridad con los pobres que tocan las puertas de las parroquias, son los que perciben las ofrendas de los fieles para que la Iglesia se sustente, incluso, aquella Iglesia que no incurre sino en gastos incesantes. Son los párrocos los que cada día se sientan a escuchar a las personas, los que organizan a las comunidades, los que acompañan el dolor de las familias en luto, etc. Si los párrocos no hicieran todo esto y mucho más el resto de la clerecía quizás moriría de hambre.

Me pregunto si lo que sobra en la Iglesia (y eso sí es en realidad muy criticable) no son todas esas superestructuras que existen en Roma y en esa red de conferencias nacionales y continentales y otros organismos similares que acaparan a muchos sacerdotes que quizás deberían estar atendiendo parroquias y que, a su vez, consumen ingentes recursos para administración, para una viajadera insaciable, para infinidad de publicaciones que fenecen en anaqueles que nadie revisa ni lee, para eventos multitudinarios de cuyos efectos en la conversión nada está comprobado. Todo demasiado aparatoso y costoso. No porque sí el papa Benedicto XVI, en su obra Jesús de Nazaret, reclama la necesidad de que todo este aparato gigantesco dé paso a la sencillez que quiso ver Aquel que dio origen a la Iglesia.

Que los párrocos a veces fallamos o no somos predicadores tan brillantes (¿cómo quién, me pregunto?) es cierto. Que a veces no somos tan amables y disponibles es cierto. Que en ocasiones pedimos demasiado dinero es cierto, en parte, pero también porque es mucho el dinero que nos piden de todas partes, sin que muchas veces podamos saber cómo se usa ni cómo se llevan las cuentas. Pero el cristiano de a pie sabe que allí a unas pocas cuadras hay un hombre que está dedicado en lo esencial a las cosas de Dios y que está presto para sentir con su comunidad, para orientar, indicar, enseñar, curar, perdonar y eso le basta. Lo demás, y ni se diga del Vaticano, se le ha convertido en un espectáculo que muchas veces obstruye su fe (¡Qué tal ahora el descubrimiento de millones de euros en cuentas del Vaticano que no aparecían en libros! ¡Escándalo que, por supuesto, lo cargarán los párrocos, tratando de explicarle a los fieles lo que no tiene explicación). Y la mejor prueba de que los párrocos se convierten en parte del diario vivir –y de los aprecios- de la gente sencilla es que cuando son trasladados, con o sin razón canónica, se causa una gran conmoción.

La Iglesia toda está en mora de hacer justicia a sus ruedas, los párrocos: a ellos se les debe todo. De ellos liba toda la Iglesia. En ellos encuentran aliciente muchos otros sacerdotes. Por su boca las gentes saben de Jesús y su obra redentora. En su silenciosa labor diaria la Iglesia es real y visible, se mueve. En sus pecados también se deja ver que la Iglesia, mientras tenga seres humanos, será débil, pero contará siempre con el auxilio divino. La Iglesia resiste muchas veces sin Papa ni obispos ni cardenales ni monseñores, pero sin párrocos muere inexorablemente.

Rafael de Brigard Merchán, Pbro

Compartir