Navidad, historia de amor universal

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JOSÉ MARÍA AVENDAÑO PEREA, vicario general de la Diócesis de Getafe. Ilustraciones: GONZALO R. CHECA | La vida encierra un misterio maravilloso. El tiempo va pasando y ya hace un año desde que aconteció lo que voy a relatar. Han sucedido bastantes acontecimientos y temo, a veces, que toda la riqueza de la existencia se pierda, como esas imágenes fugitivas que vemos por la ventanilla del tren, nos encantan un momento y luego desaparecen.

Creo que es necesario, para la salud del alma, tratar de recordar. La memoria, la reviviscencia, es una síntesis más de la vida. Es una unificación del pasado con el presente. Una de las tareas básicas de la conciencia es la función de unificación, de catarsis.

Cambiar de lugar, de vecinos, de entorno, es siempre morir un poco o, al menos, perder partes de uno mismo que parecen quedar prendidas en un paisaje, en una vivienda, en unos rostros que hemos dejado de ver, el ambiente que hemos dejado de sentir.

Navidad me dice que quizás tengo que detenerme un poco, disminuir el ritmo de los quehaceres que brotan continuamente. ¡Qué extrañados estamos con el ritmo de este mundo! Son multitud los hechos que, bajo apariencias banales, a veces absurdas, como una perla escondida en una concha mate y rugosa entre el cieno, nos sorprenden por su mensaje. Nos dejan la sensación de una paz profunda, esa paz que brota del Rostro de Dios que mira amorosamente como detrás de unas celosías. Un fulgor que pasa y nos dona aliento para que volvamos a sumirnos en el caminar diario.

I. LA HERMOSURA DE ESTA VIDA

afondo7La Navidad estaba llamando a la puerta. Sucedió hace un año, a mediados del mes de diciembre, cuando vino a verme Francisco. Un hombre joven, con cerca de 40 años, hacía once que había apostatado. Militó de forma enérgica ante la vida de los cristianos. Para él todo era un absurdo. Nada tenía sentido, porque su postura estaba alimentada sobre la no existencia de Dios. Y llegó con el corazón hecho añicos, como el hijo pródigo que vuelve a casa. “Quiero volver a la Iglesia, mi casa. Mi corazón ha estado enredado en tantas cosas que ahora veo claro lo que ha sido mi error y mi pecado. Quiero volver a mi Familia”.

Me quedé en silencio y sobrecogido por su actitud. Algo escéptico, en un primer momento. “¿Será verdad todo esto?”, me preguntaba yo. Pero, al poco tiempo, pasé de la duda al convencimiento de que quien tenía delante de mis ojos era un hombre que pedía la luz, la paz y la alegría que solo puede aportar el Señor.

Yo tenía que marchar a un pueblo de La Mancha, a celebrar la Navidad con mi familia y amigos, al tiempo de ayudar en la delicada misión de cuidar a mis padres junto con mis hermanos. Le propuse a Francisco que se viniera a vivir desde el hondón del alma la celebración de la Natividad del Señor; podríamos recorrer así algunos de los lugares y paisajes que nos aderezarían el espíritu.

Antes de emprender el viaje, leí los textos de la liturgia de la noche de Navidad. Uno de esos textos nos llegaba de la mano del profeta Isaías: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande” (Is 9, 1). Y así las cosas, entendí que no era algo emotivo, sentimental; sino que nos conmovía porque nos adentra en el espesor de la realidad: somos un pueblo, mujeres y hombres en camino, y ese camino lo hacemos entre luces y sombras, cuando no oscuridades. Y llega la Luz. Esa Luz que nos ilumina y fortalece, y ha iluminado también la persona de Francisco.

Después de mediodía salimos de Getafe. Multitud de vehículos iban de un lugar para otro, era Nochebuena. A medida que nos adentrábamos en la tierra manchega, íbamos dejando que el paisaje de inmensa planicie de encinas, viñedos y olivos esponjase nuestro ánimo.

afondo1Cuando llegamos al pueblo, mi corazón latía de manera generosa y agradecida. Era mi casa, un hogar sencillo y humilde; mi familia, donde había nacido hacía 56 años. Allí, junto a la lumbre del hogar, estaban mis padres. Mi madre, con el rostro curtido por la vida; mi padre, con el suyo amasado en el trabajo cotidiano. Ellos han sido y siguen siendo una referencia inigualable a la hora de “tratar de amistad con Dios”. Le relaté a Francisco que mi familia ha sido mi mejor seminario. Ellos me enseñaron a rezar el Padrenuestro y el Ave María. Mi madre, todos los días, al salir de casa me bendice, me hace la señal de la cruz en la frente y me dice: “Hijo mío, habla bien de Dios y haz todo el bien que puedas”. Francisco miraba con asombro y silencio. Tomamos un café caliente junto al fuego de la lumbre. Desde el corral, el gallo cantaba de alegría al notar nuestra presencia.

Pensamos en la familia y las familias del mundo. La bondad dulcifica y refuerza las enseñanzas del padre y de la madre. La delicadeza moldea la obediencia de los hijos e inspira todos los sacrificios y renuncias que la vida nos trae, de una manera u otra.

Este mundo es hermoso y, si por algo aparece desfigurado, es a consecuencia de nuestro pecado; cuando prevalecen el orgullo, la mentira, la búsqueda del propio interés, entonces la oscuridad nos rodea por dentro y por fuera. Sin embargo, la vida está llena de la Hermosura de la Trinidad Santa.

II. VIENE DE CAMINO

San Juan de la Cruz nos regaló esta bella letrilla navideña. “Del Verbo Divino la Virgen preñada viene de camino: si le dais posada. Viene fatigada, llama a cada puerta y pregunta incierta: si le dais posada”. Francisco y yo, después de estar un rato en casa, salimos a la calle y nos pusimos a caminar entre la blancura de aquellas viviendas, testigos de una historia tejida entre la urdimbre de amor, justicia, fatiga, sudor, y siempre perdón y esperanza. Le fui hablando de aquella tierra regada con sangre de mártires, testigos valientes, sin miedo, hasta el final por el amor a Jesucristo y su Iglesia.

Aquel paseo nos hacía pensar en el curso de la historia, en el largo camino de la historia de la salvación. Recordaba el dolor al tener que salir de mi pueblo, para ir a Madrid, a los lugares y con las personas que el Señor me fue indicando. Lo más entrañable es que Dios acompaña siempre esta historia.

afondo8La Virgen María y san José se pusieron en camino y, cuando íbamos hablando de lo que tuvo que suponer en aquel tiempo, en aquellas circunstancias, ante aquella carencia de medios…, nos saludó Luisa. Paró su coche, se bajó y nos contó que venía del hospital, donde habían dejado ingresada a su hermana Piedad. Le habían detectado un cáncer muy avanzado. Llorando, nos hablaba del miedo que tenían todos: su esposo, sus hijos… Iban a ser unas navidades muy duras. “Siempre he confiado en que Dios nos lleva en sus manos. Que somos sus hijos y que Él cuida a todas horas de nosotros. Pero ahora me falta suelo. Mi hermana, mi pobre hermana”, nos decía entre lágrimas.

Nosotros, sobrecogidos por este encuentro, respiramos hondo. “Es la vida”, nos decíamos. Íbamos caminando en silencio. Tomando conciencia de la hermosura y, al tiempo, de la fugacidad de la vida. Hay momentos en los que tenemos claro ser un pueblo peregrino y errante. Cuando creemos que todo está tranquilo, irrumpe la debilidad o la vulnerabilidad de nuestro cuerpo, del trabajo, de las relaciones personales, sociales, la crisis… Y es ahí donde proclamamos que el Señor es nuestra Roca, nuestro Baluarte, el refugio donde nos ponemos a salvo. Nos decimos que esta es la Gran Noticia de la Navidad, el regalo de Dios: que nos ha nacido El SALVADOR.

Estando en estas cuitas, vino mi sobrino con sus amigos, todos de 7 años. Con alegría desbordante, nos contaron que habían preparado el belén, que estos días no tenían colegio, que venían de jugar, que esta noche nos veríamos en la Misa. Ellos son monaguillos.

Le comenté a Francisco que, con Jesús, había aparecido en el mundo la gracia de Dios. En la fragilidad de un Niño, Dios y hombre verdadero. Jesús compartiendo nuestro camino y nuestra historia.

Seguimos avanzando y entramos en la panadería a comprar algo más de pan para esta noche y algunos dulces. Francisco quería obsequiarnos, por estar aquí con nosotros en el corazón de la tierra cuajada de quijotes y sanchos, que por aquí anduvieron en la persona de Miguel de Cervantes.

III. SIN POSADA

“También José, por ser descendiente de David, fue desde la ciudad de Nazaret de Galilea a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, para empadronarse con María, su mujer, que estaba encinta. Mientras estaban allí, se cumplió el tiempo del parto, y dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo reclinó en un pesebre, porque no encontraron sitio en la posada” (Lc 2, 4-7).

La bondad ha de regir toda expresión de la vida. Mirar a nuestros semejantes, que son nuestros hermanos, sabiendo llevar al diario vivir las múltiples aplicaciones de la bondad: caridad que no se apaga, paciencia con los demás, compasión que no se desanima porque quiere el bien para todos. Dice san Agustín que “la bondad permanece tranquila en las ofensas, bienhechora entre los odios; en la ira es mansa, es inocente en las insidias; en la iniquidad gime, y respira en la verdad”.

afondo4En mi pueblo, con una población de 4.000 habitantes, residen 400 varones y mujeres rumanas. Su trabajo consiste en cultivar y cuidar los viñedos, las tareas de la construcción y el cuidado de las personas ancianas y enfermas. Existe una verdadera convivencia.

Nuestro andar por las calles encaladas de blanco y añil hizo que Francisco conociera a Petrus, migrante rumano. Venía de podar viñedos. Los rayos de sol se iban extinguiendo, el frío arreciaba y la oscuridad se hizo densa. Nos detuvimos de pronto, como clavados en el suelo, y atendimos con admiración lo que en ese momento Petrus nos iba mostrando de la realidad de su familia: una parte, aquí en España; y el resto, en Rumanía. Aquí vive con su mujer y un hijo. Hablamos del drama de la migración y el desgarro que supone salir de tu tierra, sin olvidar que, en muchas ocasiones, todo esto va unido a la injusticia y el poco cuidado por la dignidad de la persona. Nos compartió también que nunca olvidará los días que anduvieron por el pueblo buscando alojamiento, pues le ofrecieron uno muy húmedo y su bronquitis hacía que empezara a toser de modo alarmante.

Son cristianos, y aquí se unen a las celebraciones católicas. Después de presentarnos, nos fue desgranando, con una paz y una sonrisa propia de un corazón unificado en Dios, las bondades con las que el Señor los va bendiciendo cada mañana. Nos habló de que a medianoche irían a la celebración del Nacimiento del Señor, y que ese era el mayor acontecimiento que ha llenado todo su ser.

Este encuentro nos hizo pensar en el deber común que brota de la esencia misma de la Navidad. La renovada contemplación del Hijo de Dios hecho hombre nos ha de traer a cada uno de nosotros un mensaje de bondad y caridad evangélica, con el fin de no dejar de aplicar los principios fundamentales en los que residen los cimientos de una ordenada convivencia social. Convencidos, por experiencia, de que el futuro está en las manos de Dios. Aquí reside la verdadera esperanza cristiana.

IV. LA SEÑAL

“No temáis, porque os traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor. Y esto os servirá de señal: encontraréis a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 10-12).

Un signo que es, al mismo tiempo, un no signo, porque el verdadero signo es la pobreza de Dios. Aquellos pastores que escucharon el anuncio del ángel no necesitaron nada más. Este acontecimiento fue suficiente para ellos. Constataron que era verdad esa buena noticia y se volvieron con gozo y alegría.

En compañía de Francisco pasamos a saludar a una congregación de religiosas, la mayor parte de ellas ancianas y con problemas de salud. Su carisma consiste en visitar y cuidar a los enfermos, al tiempo que imparten clases a los niños de edades más tempranas. Toda una vida entregada al servicio que Jesucristo, el Verbo Encarnado, les ha encomendado. Él les ha enviado a amar a Dios apasionadamente y amar al prójimo como a uno mismo. Ellas encarnan la vida samaritana de la Iglesia. Vidas consagradas al Señor Jesús, testimoniando su Evangelio en pobreza, castidad y obediencia. Francisco, con escrupuloso respeto, miraba, escuchaba y preguntaba algunas cosas, sobre todo: “¿Por qué esta entrega? ¿De dónde sacan fuerzas y esa capacidad de desasimiento viviendo con lo básico?”.

Después de un largo rato, nos dirigimos a casa para ayudar a preparar la cena de Navidad y compartir la mesa. Allí estábamos todos, los abuelos, hijos y nietos, y esta noche con un invitado especial. Dimos muchas gracias a Dios. Se bendijo la mesa y disfrutamos del calor del amor sin edulcorar. ¡Qué hermoso es vivir en familia!

El papa Francisco, cuando habla de la familia, se dirige de modo especial a los mayores y a los jóvenes, advirtiendo y exhortando para que no se les descarte. Son un tesoro, una biblioteca viviente de experiencia y potencial de esperanza. Pedimos al Señor que consuele a quienes pasan por la prueba de la enfermedad y el sufrimiento y sostenga a los que viven para servir a los hermanos
necesitados.

A las once y media de la noche nos dirigimos a la parroquia del pueblo. Ya estaba llena de gente. Es un templo muy amplio y, sin embargo, los feligreses no habían demorado su llegada. Saludamos al Señor. Francisco me pidió, antes de nada, estar un rato en silencio y oración. Se le veía sobrecogido, con la cabeza entre las palmas de sus manos. Dios estaba cerca, muy cerca de ese corazón anhelante de verdadera alegría y esperanza. Después saludamos al párroco y a un sacerdote jubilado. Unos buenos pastores entregados a este pueblo. Allí se encontraban, como nos habían anunciado por la tarde, los monaguillos, disponiendo todo para la Eucaristía. Concelebré con los dos sacerdotes y el Pueblo de Dios allí congregado.

A pesar de mi fragilidad, confieso que cada día estoy más convencido y enamorado de Cristo y de su llamada a seguirle.

afondo2Se proclamó la Palabra de Dios y, como un rayo de luz que atraviesa la oscuridad, así resonaron las palabras de san Pablo: “Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres” (Tt 2, 11). Nacido de la Virgen María, el Hijo de Dios ha venido a estar con nosotros, se ha encarnado, quiere compartir nuestros caminos en la historia, los personales y los comunitarios. Ha querido habitar entre nosotros la misericordia, la gracia de Dios Padre: Jesús es el Amor de Dios hecho carne. Jesús el Señor es el sentido de la vida, y el encuentro con Él da una orientación decisiva a nuestra existencia.

El Evangelio nos llenó de dicha y alegría, porque nos llamaba a perder el miedo y acoger el Amor. “No temáis” (Lc 2, 10). Los que estábamos celebrando la Eucaristía de medianoche, como los pastores –que fueron los primeros porque eran de los últimos, de los marginados–, nos quedamos ante el Niño Jesús en silencio, en adoración y contemplación. Dábamos gracias a Dios por su fidelidad y porque Él, que es el Altísimo, que es inmenso, se ha hecho pequeño, se ha despojado de su rango; el humilde se pone el último; el rico se hace pobre; el omnipotente se hace débil. ¿Qué más nos puede dar Dios?

¡Gracias, Padre, por habernos dado a Jesús, nuestra paz!

V. LA ALEGRÍA DE LOS DISCÍPULOS MISIONEROS

“Todos los que lo oían se admiraban de lo que decían los pastores. María, por su parte, guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Los pastores volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían visto y oído. Tal y como se les había dicho” (Lc 2, 18-20).

Después de aquella celebración, nos saludamos y nos felicitamos. No olvidaré el beso emocionado y las lágrimas de Francisco al inclinarse sobre la imagen del Niño. La grandeza y la pobreza de Dios en un Niño. Nuestro amigo se quedó de rodillas unos minutos. Después, nos deseamos una venturosa Navidad.

Eran las dos de la madrugada cuando regresamos a casa con todo nuestro ser henchido de alegría, pues la Navidad nos exhorta a dar gloria a Dios por su amor infinito. “No como a veces me sucede a mí, que lo distribuyo con cuentagotas”, se lamentaba Francisco.

afondo5¡Cuánto hemos de orar y adorar, amar dejándonos asombrar por el Amor de la Trinidad Santa, y servir a los hermanos como Él quiere!

Nos dice el papa Francisco: “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (EG, 1).

Aquella noche será inolvidable para Francisco. Estuvo perdido. Caminaba a tientas. Colaboraba en la construcción del mundo, pero solo con la propia razón, lejos del Evangelio. Sentía un cierto vértigo al referirse a Dios. Sin embargo, ha salido a su encuentro Jesucristo, la Persona que estaba buscando. Este es el Dios que anhelaba, esta es su Iglesia. Se ha dejado encontrar por Dios, que se ha hecho uno de nosotros, que ha caminado por esta tierra, que nos escucha, que nos entiende, que comparte nuestra alegría y fatigas, los gozos y esperanzas, que mira con cariño a cada uno con nombre y apellidos.

Ahora experimentaba, y yo con él, que el Espíritu Santo obra como quiere, cuando quiere y donde quiere, “viene en ayuda de nuestra debilidad” (Rom 8, 26), invitándonos a descansar en la ternura de los brazos del Padre entre los quehaceres diarios.

De camino a casa, fuimos comentando que ahora el Señor, nacido en la pobreza de Belén, hace que nuestra vida se vuelva más plena y todo tenga sentido y horizonte.

¡Qué dolor ante la ausencia de horizontes en la vida! La Navidad nos urge a evangelizar. Le referí entonces las palabras del papa Francisco: “El verdadero misionero, que nunca deja de ser discípulo, sabe que Jesús camina con él, habla con él, respira con él, trabaja con él. Percibe a Jesús vivo con él en medio de la tarea misionera”. (EG, 266).

Ahora fui yo quien cayó preso de la emoción, al redescubrir, por el testimonio de Francisco y de esa comunidad cristiana de La Mancha, lo que supone anunciar con alegría que Dios existe, que es Amor y nos ama infinitamente.

Aquella noche, el Emmanuel, Dios con nosotros, nos había abierto los ojos del corazón, lo que nos permitió traer a la memoria y a la conversación a los pobres y excluidos, a los niños como las víctimas más vulnerables de las guerras, a los cristianos perseguidos, a los ancianos, a las mujeres maltratadas, a los migrantes violentados en su dignidad, a los enfermos, a los discapacitados, a los “sin hogar”… ¡Cuánto sufrimiento!

Necesitamos la oración. Como el agua, como el aire. No podemos vivir sin oración si queremos llevar la belleza de Jesucristo y del Evangelio al mundo. No podemos vivir sin tratar de amistad con Quien tanto nos ama.

Que el Señor de la vida, el Príncipe de la paz, nos bendiga con el don de la conversión para orientar y transformar nuestra vida hacia Él.

Ya cerca de casa, arropados por el chal de la noche fría, rezamos el Padrenuestro, Ave María y Gloria. Agradecimos a Dios la esperanza cristiana que nos había venido por la luz de la humilde gruta de Belén, un establo.

A la mañana siguiente, día 25, después de desayunar junto a la lumbre que habían acondicionado mis padres, Francisco marchó para Madrid, con la alegría del discípulo misionero por haber vuelto y ser acogido en su Casa, en el corazón de la Iglesia, la Casa de la alegría, y anunciar a todos el nombre de Jesús. Hoy tengo el honor de considerarme su amigo.

Gracias, Trinidad Santa, por mi vocación sacerdotal y por haber colaborado humildemente contigo en el anuncio de tu Belleza y Hermosura.

Gracias a la familia de Nazaret, Jesús, María y José, icono de santidad para tantos discípulos misioneros en este mundo creado por Dios y que tanto ama.

Gracias por la Diócesis de Getafe, donde vivo y comparto mi fe.

¡Señor, bendice siempre a Francisco!

¡FELIZ NAVIDAD!

 

En el nº 2.922 de Vida Nueva

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