Eduardo López Azpitarte: “La moral, como la vida, tiene que ir avanzando con el tiempo”

Eduardo López Azpitarte, moralista

entrevista1

JOSÉ LUIS CELADA | A sus 82 años, y pese al acecho de la enfermedad, el jesuita Eduardo López Azpitarte (Granada, 1932) sigue en la brecha. Atrás quedan décadas de docencia como profesor de Moral en la Facultad de Teología de Granada, centenares de artículos y una veintena de libros. El último de ellos lleva por título La crisis de la moral (Sal Terrae), un manual con sencillas reflexiones sobre la materia que nos ayudan a entender por qué “el rostro con el que muchas veces la hemos presentado [a la moral] no era precisamente atractivo y seductor”.

“La moral, como la vida, tiene que ir avanzando con el tiempo” [extracto]

¿Ser bueno y ser feliz han acabado convirtiéndose en aspiraciones excluyentes?
Uno es feliz cuando va camino o consigue lo que para él resulta bueno. El auténtico creyente tiene siempre una nostalgia de Dios, que describe bellamente san Juan de la Cruz en su Cántico espiritual. Cuando la bondad se pone en otros ídolos, las exigencias cristianas se pueden hacer molestas. Habrá que ver dónde ponemos nuestro corazón y qué se busca como valor preferente.

¿De qué modo se puede presentar la ética –y la moral– para que resulte más atractiva y menos impositiva?
El valor ético es la cualidad que tienen ciertas acciones, no solo para realizarnos como hijos de Dios, sino para conseguir también nuestra plenitud humana. Una verdadera pedagogía ética debería insistir, con mucha más fuerza, en subrayar cómo ellos nos orientan hacia una mayor humanización. El rostro con el que muchas veces la hemos presentado no era precisamente atractivo y seductor. Aun aceptando que la honradez –y el Evangelio– exige siempre una dosis de renuncia.

¿Hasta qué punto ha contribuido la moral católica a difundir una imagen negativa de la Iglesia? ¿Tanto ha perjudicado a su credibilidad aquella clásica retahíla de preceptos?
Creo que esa impresión está bastante generalizada. Aún más, me atrevería a decir que la misma imagen de Dios quedaba también afectada. Si detrás de unas exigencias que no se presentaban razonadas y que, en muchas ocasiones, se hacían bastante incomprensibles, Dios y la Iglesia aparecían como los garantes de esos códigos.…Es lógico, por tanto, que el malestar que provocaban cayera sobre la misma Iglesia y sobre el Dios en que decía apoyarse.

¿Qué hace más daño, el pecado o el sentimiento de culpa?
Cuando existe un trágico accidente, lo más importante no es que el vehículo haya quedado destrozado, sino la muerte de aquella persona que se encontraba dentro. Nuestros libros de moral se convirtieron en una especie de pecatómetros, para medir con toda exactitud cuándo un comportamiento debía considerarse lícito o resultaba inadmisible. Pecar no es simplemente quebrantar una ley o no cumplir con una obligación, que provoca el miedo a un castigo, la herida a nuestro narcisismo o el dolor por un fracaso que humilla, sino la pena por haber roto la amistad con el Dios que nos salva. Todavía existen muchos cristianos, como se demuestra en las confesiones, que se sienten más afectados por la pérdida del coche que por la traición a un amor que nos sigue esperando.

“EL DAÑO” DE GRANADA “NOS AFECTA A TODOS”
Aunque “todavía no conocemos la sentencia final” sobre el caso de supuestos abusos sexuales a menores cometidos por sacerdotes de la Archidiócesis de Granada, “en cualquier hipótesis, el daño ya está hecho por el escándalo que se ha provocado, y que nos afecta a todos”, lamenta el moralista granadino. Y añade: “Decir que esta situación provoca mucha pena y lástima parece algo demasiado vulgar y repetido, pero es verdad. Sobre todo cuando algunos han sido antiguos discípulos tuyos”. Ahora, el jesuita López Azpitarte solo espera “que la verdad se imponga, como deseaba el Papa. Y que todos nos sintamos más vinculados con una Iglesia que siempre necesita del cariño y benevolencia de Dios”.

Una explicación razonable

entrevista2¿Cómo se forma una conciencia adulta?
Desde pequeños nos enseñaron a obedecer a nuestros padres, a responder a las expectativas de los demás, a cumplir con todas las exigencias que interiorizamos en nuestro interior, como una condición para sentirnos queridos y conseguir una estima personal. Sabíamos muy bien lo que teníamos que hacer, pero se desconocían las razones y motivos de por qué había que actuar así. Cuando santo Tomás explica en qué consiste la ofensa a Dios, dice que “no es ofendido por nosotros, sino en la medida que actuamos contra nuestro propio bien” (Suma con los gentiles, III, 122). La bondad o malicia de una acción no radica en el hecho de que Dios o la Iglesia la enseñen o la prohíban, sino en el análisis o estudio de su contenido interno. Si no somos capaces de dar una explicación razonable a nuestras exigencias éticas, las personas que deseen vivir como adultas no podrán aceptar la moral que les presentamos. La solución no está en guardar un cómodo silencio. La fe se mueve en otro mundo de verdades, que escapa a este planteamiento humano.

¿Qué hacer para conciliar bien conceptos que salen tanto a relucir en este campo como obligación, libertad, tolerancia…?
Es evidente que, apoyados en cualquier concepto, podemos deducir lo que más nos gusta o nos conviene. Los políticos nos dan un buen ejemplo de ello. El Evangelio de la libertad, que de forma tan absoluta nos propuso san Pablo, constituyó un verdadero escándalo para los oyentes de aquel tiempo, y lo puede seguir siendo también para muchos cristianos de ahora. Jesús ha venido a rescatarnos de la maldición de cualquier ley: “Nadie será justificado ante Él por las obras de la ley” (Rom 3, 20), ¿Significa esto que ya no existe ninguna obligación, que se puede realizar lo que cada uno quiera, que hay que cruzarse de brazos ante cualquier barbaridad? Los antiguos escolásticos, antes de discutir cualquier tesis, comenzaban sensatamente dando una definición de los conceptos que iban a utilizar. También hoy resultaría conveniente aclarar qué entendemos cuando se utilizan términos con una buena dosis de ambigüedad.

¿Por qué se confunde tan a menudo lo ético con lo legal?
El mismo santo Tomás afirmaba, en la Suma Teológica (I-II, 16,2), que “la ley humana no puede prohibir todas las cosas que prohíbe la ley natural”. De ahí que, en la más amplia tradición de la Iglesia, se haya mantenido siempre una clara distinción entre la tolerancia civil de un hecho y su aprobación moral, sabiendo que no todo lo permitido legalmente es también lícito desde el punto de vista ético. Ahora bien, como la moral se presentaba de ordinario como un código de leyes, cuando algo queda admitido por ellas, existe el peligro de creer que no se da tampoco ningún inconveniente ético. Lo que nace por respetar otras ideologías es lógico que no concuerde con otras exigencias mayores. Una ética de mínimos indispensables para todos queda muy lejos del Evangelio.

¿Han perdido ya nuestras sociedades unos mínimos valores éticos?
Es muy complejo ofrecer una valoración de conjunto. También en la historia pasada hemos cometido mayores barbaridades que en la actualidad. Y no cabe duda de que, en muchos ámbitos, gozamos hoy en día de una sensibilidad mayor para enfrentarnos a algunos problemas, aunque todavía nos quedan otros muchos retos que debemos solucionar. Nunca podemos quedar satisfechos con lo que se ha conseguido. La moral, como la vida, tiene que ir avanzando con el tiempo.

¿Toda transgresión de lo establecido es condenable? ¿Tenemos miedo al cambio en el seno de la Iglesia?
El carisma del cambio no es un atributo de la autoridad, que busca mantener la unidad y la cohesión del grupo. Cada día estoy más convencido de que todo progreso ha sido consecuencia de ciertas transgresiones (ir un poco más allá de lo que marca la ley). Y sería una pérdida para la Iglesia y para todos que desaparecieran los cristianos incómodos, que han posibilitado seguir adelante. Aunque muchas veces los hayan querido callar. El miedo se ha captado semanas atrás con los temas del Sínodo de la Familia.

Después de tantos años enseñando esta disciplina, ¿siente que la moral está más cercana hoy que antes a los problemas humanos?
Si dijera que no, tendría la sensación de que el trabajo fundamental de mi vida ha resultado inútil, aunque hasta ese posible fracaso no dejaría de ser fecundo en el mundo de la fe. Camino ya del final, vivo con la tranquilidad de que todo ha valido la pena.

En el nº 2.920 de Vida Nueva

Compartir