Un bálsamo vibrante y sin medias tintas

BEATRIZ BECERRA BASTERRECHEA | Eurodiputada de UPYD

“A los eurodiputados nos ha dejado una clara encomienda, un inequívoco recordatorio de cuál es nuestra función…”.

 

Hace cinco años, tuve la ocasión de conocer de manera extraordinariamente casual a Jorge Bergoglio. Fue en Jujuy (Argentina), durante el II Congreso de Suicidiología. El hoy Papa era por entonces un obispo muy querido y apreciado por sus compatriotas. Recuerdo que mi amigo José Menéndez hablaba maravillas de él y de su familia; de su compromiso con el voluntariado y su apoyo al centro de atención al suicida que José dirigía, y de esa familia tan europea que tuvo que buscar su futuro al otro lado del océano…

Hoy (escribo en la noche del martes 25) he vuelto a verle en Estrasburgo, en el pleno del Parlamento Europeo. Y he de decir que el discurso del Papa ha tenido la grandeza de la sencillez y la profundidad franciscanas. La altura y la cercanía que solo alguien que de verdad ama y cree en el ser humano es capaz de articular y hacer creíble. Sin eludir ni un solo tema de gobierno. Es decir, sin dejar fuera ni una sola cuestión importante.

El auditorio, de entrada reticente (cuando no abiertamente contrario a su presencia), se rendía sin remedio a las puntadas finas y precisas con las que el Papa iba tejiendo, en italiano y sin desmayo, el tapiz de la verdadera Europa social. Y allá lo desplegó en su integridad, sin aspavientos, ante los deslumbrados ojos y oídos de europeístas y euroescépticos, de conservadores, progresistas, liberales, verdes y comunistas, de extremistas y populistas de todo cuño: la dignidad de la persona como valor y bien máximo. La dignidad trascendente, porque va más allá del individuo y entronca con su carácter netamente relacional.

“Pero, ¿qué dignidad le queda a una persona que no tiene lo mínimo para vivir…?”

Con imágenes vivísimas, descriptivas, demoledoras, Francisco ha hecho desfilar el pasado y el futuro de una Europa envejecida e infértil que tiene miedo. Ha reivindicado la indisociabilidad de derechos y deberes. Y ha reconocido la soledad como la enfermedad más extendida en nuestro continente, especialmente la que sufren los ancianos, los jóvenes sin esperanza, los pobres, los inmigrantes. Ha hablado de empleo, de medioambiente, de voracidad financiera, de talento, de educación, de corrupción, de consumismo exacerbado, de absolutización de la técnica… Pero, sobre todo, no ha dejado de hablar de esperanza y de futuro. De ecología humana, al fin y al cabo.

A los eurodiputados nos ha dejado una clara encomienda, un inequívoco recordatorio de cuál es nuestra función: preocuparnos de la fragilidad de los pueblos y de las personas; hacernos cargo del presente y dotarlo de dignidad; y la exigencia de mantener viva la democracia en Europa.

Ha sido un bálsamo vibrante, sin medias tintas. Porque Francisco, que ha conseguido comprender y abrazar este mundo complejo y cambiante, generador de miedo e incertidumbre, ha sido capaz de hacernos partícipes de un humanismo cristiano deslumbrante. Y, por qué no reconocerlo, de devolvernos una buena dosis de esperanza. En el nº 2.919 de Vida Nueva

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