La belleza oculta bajo el óxido

bailarina

La escultura de Mauricio Gómez

De pronto usted ve una bailarina: el vuelo de la pequeña falda, la cabeza erguida, los pies como alas, pero todo ha sido creación suya. Cuando los ojos se reposan y la imaginación se aquieta, la realidad resulta más prosaica: lo que tiene delante son piezas metálicas, herrumbrosas y viejas que, al ensamblarse, crean la apariencia de una figura humana.

El fenómeno se repite con un conjunto más voluminoso: ¿es un arado?, ¿es una carroza tirada por duendes? No, es la máquina del tiempo; así la ha denominado Mauricio Gómez y no hay que contradecirlo, al fin y al cabo es su creador. El reunió las piezas, se hizo cargo de ellas, las juntó una tras otra en su taller convertido en una confusa chatarrería; las estudió y, como en un horno de fundición, su imaginación les dio la forma que hoy ostentan en la sala de exhibición.

Y así como la bailarina y la máquina del tiempo, el visitante descubre otras figuras: grazna un pato, extiende sus alas un cóndor, navega impulsado por un viento metálico el velero, se rodean de misterio los argonautas, emprende un vuelo liviano un pájaro, chirría la silla herrumbrosa del lisiado y despliegan sus pétalos metálicos las flores una y dos.

pato-rueda“Las ruinas de metal inextricable se convierten en un nuevo medio. En el humus de un mundo por venir. En las piezas de metal para una escultura en pedazos. Las herramientas y las piezas mecánicas que trabajaron en el campo se tornan ahora en material. El objeto se reduce a su forma y a su plasticidad y se adapta a todos los ensamblajes con los que el espíritu y el juego del artista puedan soñar. Todos los ensamblajes son posibles” (Bernard Blot).

 

Creer en lo posible 

La imaginación de los visitantes ha echado a volar estimulada, como la del artista, por las formas de unas piezas metálicas de desecho que habían sido clasificadas como buenas para nada. El artista ha repetido el acto creador de poner orden en el caos y de extraer belleza y armonía de un basurero.

Durante 10 años, Mauricio Gómez, fue cliente habitual de los mercados de pulgas de las aldeas de Quercy, en Francia, y visitante frecuente de sus basureros en busca de las piezas metálicas de la maquinaria agrícola y de los instrumentos de labranza que habían sido descartados por inútiles. Cubiertas de herrumbre, como de pátina, las viejas catedrales y los antiguos palacios, esas piezas, habrían permanecido olvidadas si el artista no hubiera descubierto su belleza posible.

“Al atardecer una luz satinada penetra en el estudio. Un nuevo juego, esta vez, ante la cámara, aparece. Se trata de captar el instante de coreografía luminosa entre lo material y lo impalpable en una danza imaginaria que durará dos horas (…) La luz lo transforma todo” (B.B.).

Hay artistas que copian la belleza que ya se ha instalado en un paisaje, en un animal o en un ser humano. Su intento es el de corregir la mirada iluminando la belleza y recreándola con tal fuerza que el ojo, enceguecido por la costumbre y la rutina, reaccione ante lo bello.

insecto

Mauricio se plantea, además, un reto más exigente: donde nadie ve la belleza y donde se impone la realidad de lo desechable e inútil, él encuentra y hace ver la belleza. Pero antes que eso, él demuestra que la realidad no se conoce en plenitud si no se exploran sus posibles. Solo quien cree en lo posible puede transformar un mohoso tridente abandonado en una cabellera y unos puntillones inútiles en una rutilante estrella.

Los grandes inventores enriquecieron a la humanidad desde el momento en que se aventuraron por el terreno desconocido e invisible de lo posible, y los grandes creadores en el arte, la literatura o en las ciencias, fueron exploradores tan frecuentes de lo posible como los artistas que hoy nos muestran y demuestran que la belleza es posible aún con desechos de un basurero.

En el ensamblaje de las piezas metálicas renovadas en nuevas figuras, el artista pone a su servicio la ley de la gravedad de modo que cada escultura combina la figura reinventada por el escultor con la gravedad, que les da consistencia y equilibrio, sin necesidad de una sola gota de soldadura.

Educar la mirada

variosAsí pues, de la misma manera que Miguel Ángel ante el bloque de mármol extraído en bruto de las canteras presintió la presencia de David o de Moisés o de la Pietá, Mauricio intuyó una flor en los hierros viejos recubiertos de orín.

Ese ojo descubridor de la belleza también se vale de la complicidad del sol del atardecer, con su luz mansa, que pinta sombras de un negro intenso. La cámara fotográfica de Mauricio ha captado esas pinturas del sol y las ofrece a los visitantes de su exposición, al lado de sus sorprendentes esculturas.

Al recorrer estas piezas, lo recuerdo en la sala de edición del noticiero de televisión 24 Horas, durante noches enteras dedicado a la tarea de producir notas en que cada imagen debía ocupar el lugar y el tiempo precisos dentro de un conjunto de singular belleza; después lo vería al frente de otra exposición de cuadros y esculturas con objetos desechables: botones, latas, plásticos, a los que descubría su oculta belleza. Esta resurrección de las piezas muertas de la utilería agrícola, esta nueva vida insuflada a pesadas piezas metálicas, es la última etapa dentro de su pasión por encontrar la belleza, para educar la mirada de la humanidad pervertida por el desperdicio.

“Reunidos en el desorden de su historia, en esa montonera sin cabeza ni cola, sin forma pero con el fermento de todas las formas primordiales de otros mundos, yace la promesa de un juego de niños que el artista reconoce. Él sabe que para domar este mecano gigante debe, ante todo, liberarse de lo que cree saber sobre las cosas” (B.B.).

Javier Darío Restrepo

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