El monstruo de las mil caras

Carlos Amigo, cardenal arzobispo emérito de SevillaCARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla

“Es el fundamentalismo religioso, que manipula y ofende al Dios en el que dice creer y el nombre del que habla…”

Lo de llamarle monstruo no es que sea excesivo, sino que parece inadecuado, pues la descarada y grosera firmeza de la que presume más se refiere a intransigencia que a la deformación del rostro. El fundamentalismo, como martillo pilón, deja caer inexorable unos principios y leyes que carecen de vida y que destruyen cuanto pueda sonar a libertad de elección.

Unas veces se reviste de legado plenipotenciario enviado por el mismo Dios para decir a los mortales lo que sea voluntad del Altísimo, cuando en realidad lo único que pretende es imponer la suya invocando una representación que nadie le ha concedido. Es el fundamentalismo religioso, que manipula y ofende al Dios en el que dice creer y el nombre del que habla. Conduce a un religiosismo no exento de violencia y en el que la piedad se transforma en extrañas iluminaciones místicas, y la fidelidad, de la que se presume, está dañada por el subjetivismo y, en no pocas ocasiones, como pretexto para la dominación y para querer imponer unas determinadas ideas políticas.

En el extremo contrario, y también esperpéntico, está el laicismo, que quiere borrar, a base de meter la cuchilla del arado a tales profundidades que no quede ni la más mínima huella de las raíces religiosas. Hay que erradicar cualquier atisbo de creencia. A lo más, y como benigna concesión del sátrapa, se le concede el poder meterse en la bodega de lo privado de cada uno y teniendo mucho cuidado de que no se le note al exterior que celebra sus ritos fantasmagóricos.

En el medio, y por aquello de que las aguas bajan revueltas, el relativismo hace su agosto, llenándolo todo de indiferencia, de ambigüedad y de no querer comprometerse con ninguna opción que lleve aparejada alguna responsabilidad. Es que no merece la pena, se viene a decir…

Cada una de estas posiciones está a distancias increíbles de lo que es la verdadera fidelidad a la revelación que se ha recibido y a los principios en los que se asienta. La fe no se impone, se ofrece. El laicismo debe abandonar su postura de erradicación de toda creencia religiosa y aceptar una laicidad positiva, donde cada uno pueda ser él mismo, dentro de una sociedad plural, culturalmente distinta y democrática. Que todos colaboren para el bien común y respeten la diferencia como valor de una sociedad madura. El Estado no es un enemigo irreconciliable de lo religioso, sino el que debe garantizar la libertad de creencias, no solo en lo íntimo y privado, sino también en su presencia pública y social.

Los creyentes, por muy fieles que sean a sus convicciones religiosas, no dejan por ello de ser ciudadanos de una determinada sociedad. Como a tales les asisten todos los derechos que amparan las normas y leyes fundamentales. Entre ellos, el de la libertad religiosa, que no es generosa condescendencia del poderoso que otorga tal privilegio, sino un verdadero derecho que debe proteger y amparar.

En el nº 2.912 de Vida Nueva

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