Victorino Pérez Prieto

“La belleza me hirió para siempre”

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Como el soñador de caminos en el poema de Antonio Machado, Victorino Pérez Prieto se ha preguntado constantemente a dónde irá el sendero. La búsqueda define su vida; la inquietud y la rebeldía forman parte de lo que es como persona, como cristiano y como escritor.

Siendo todavía un niño, el camino que serpea lo llevó de León a Galicia, de la tierra natal a “la casa del ser”. Por opción, se reconoce a sí mismo gallego, parte de una cultura minoritaria, en cuya tierra descubrió la vida y la hermosura. El gallego también se hizo su lengua de expresión comunitaria.

Iba para pintor, pero comenzó estudios de arquitectura que interrumpió más tarde para estudiar filosofía y teología. En la diócesis de Mondoñedo se ordenó como sacerdote en 1981. Durante cerca de 25 años ejerció el ministerio como párroco en comunidades rurales, marineras y urbanas. El servicio lo dirigió preferencialmente a personas en condición de marginación, entre quienes se convenció de que “sin los pobres es imposible llevar el Evangelio adelante”. A sus años de ministerio juvenil hace referencia en un libro publicado en 1995 sobre ecologismo y cristianismo, cuando recuerda la importancia del contacto con la naturaleza en su espiritualidad. Justamente ese libro fue el punto de partida para nuevos recorridos.

Avatares intelectuales

Cuando los años trajeron consigo un interés cada vez más prioritario hacia el ejercicio intelectual, la formación académica y la producción escrita, uno de los elementos que tomó como referencia para hablar de una teología cristiana ecológica fue el pensamiento de Raimon Panikkar (1918-2010). Tiempo después de la publicación de aquel libro de 1995 pudo encontrarse personalmente con el pensador durante un congreso de teología e intercambiar opiniones. “Esto nos hizo conectar con una gran empatía y a raíz de ese encuentro nació una amistad y se multiplicaron los diálogos filosófico-teológicos de días enteros, la mayoría en Tavertet”, (municipio de Cataluña, en donde Panikkar vivió los últimos años de su vida).

El suyo, ha dicho Victorino Pérez Prieto, fue un encuentro no sólo en la amistad, sino también en la conexión de intereses e ideas comunes; “unas ideas que no siempre tuvieron buena acogida en otros teólogos y pensadores”. “Él, como el maestro curtido en mil avatares intelectuales y existenciales entre Oriente y Occidente; con sus viajes y estancias en tan distintos puntos del globo, con sus lecturas multirreligiosas y multiculturales, realizadas en la docena de lenguas que utilizaba, con su cuádruple identidad cristiana, hinduista, buddhista y secular. Un pensamiento y una experiencia transmitidos en sus docenas de libros y cientos de artículos, conferencias, etcétera. Un trabajo reconocido por unos –muchos– y no tan reconocido por otros –bastantes–. Que si era o no filósofo, que si era o no teólogo, que si sabía o no escribir, que si no era «actual», que si era un sincretista… Yo también, salvando la distancia con una persona y un intelectual muy excepcional… con mis mil avatares más modestos y más locales, con poco más de la mitad de años, con sólo mi docena de libros… Pero también, como él, aunque más modestamente, siendo valorado y querido por unos, calumniado por otros e incomprendido por bastantes”.

La apuesta por el amor

“Todo lo que viene conviene”, dice Victorino Pérez Prieto con una expresión del argot popular. Su encuentro con Panikkar le permitió descubrir un aparato intelectual para elaborar mejor lo que ya pensaba él mismo sobre el Dios trinitario y sobre el diálogo intercultural, y así entregarse cada vez con mayor compromiso al servicio en el campo del pensamiento y de las letras. Hoy es quizá el teólogo que con mayor exhaustividad puede dar cuenta del aporte de Raimon Panikkar frente un desafío urgente que abre el nuevo siglo a la Iglesia: el diálogo interreligioso, que “no es un elemento más de sino que debe ser un elemento vertebrador de la teología en el siglo XXI”. 

El otro desafío lo enfrentó fuera del ámbito académico, cuando en 2006 se casó con Cristina Moreira sin haber dejado de ser sacerdote. Una apuesta por la esperanza es su argumento más contundente a favor del celibato opcional, un paso que, según él, se debería dar al momento de buscar una nueva concepción del ministerio ordenado. Si bien ya no es cura diocesano, no ha dejado de buscar el advenimiento de una Iglesia diversa y más compasiva. Según él, ejercer el sacerdocio y estar casado no son incompatibles. “¿A dónde el camino irá?”.

Texto y foto: Miguel Estupiñán.

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