Mainer: “El erasmismo fue también un valioso legado de nuestras letras”

Historiador de la literatura, José Carlos Mainer acaba de publicar su Historia mínima de la literatura española

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LUIS RIVAS | En las páginas de Historia mínima de la literatura española (Turner), el catedrático emérito de la Universidad de Zaragoza pone de manifiesto el influjo que las composiciones religiosas del XVI han tenido sobre las diversas culturas nacionales y derrocha maestría en su tratamiento de la Edad de Plata de nuestras letras. Autor de una veintena de obras de erudición, José Carlos Mainer (Zaragoza, 1944) recibió en 2002 el Premio de las Letras Aragonesas.

literatura

Título: Historia mínima de la literatura española

Autor: José Carlos Mainer

Editorial: Principal de los Libros, 2014

Ciudad: Barcelona

Páginas: 276

 
 
P: Ya en lo que se denomina “literatura del recogimiento”, los clérigos con inclinaciones literarias parecían muy avanzados con respecto a sus correligionarios en cuanto a la promoción del irenismo, la denuncia de la corrupción o la reivindicación de la piedad. ¿En qué medida reflejó esa literatura el desarrollo de una religiosidad nueva?

R: En mi resumen he querido apuntar la vigorosa reforma pietista de finales del siglo XV y la azarosa peripecia del erasmismo español, y he puesto de relieve el nombre de “recogidos”, que divulgaron los excelentes historiadores del catolicismo de los 70, porque define muy bien la pervivencia de unos valores reformadores y su dificultad de formularlos en la España de la Contrarreforma tridentina (y filipina) de otra manera que no fuera la experiencia autobiográfica y directa.

P: ¿Qué importancia otorgaría a la literatura religiosa del XVI en la tradición de nuestras letras?

R: Ese capítulo de la historia espiritual de España es uno de los legados más valiosos de nuestras letras y dudo que nadie en sus cabales diga lo contrario. Es patente, de otro lado, que el descubrimiento de la instancia autobiográfica, del autoanálisis, que surgió en los ambientes de la nueva religiosidad, se proyectó también en otras obras maestras. El Lazarillo es, probablemente, un libro tocado de erasmismo crítico, pero también supo erigir en otro ámbito el “territorio del yo”; el Guzmán de Alfarache es un rico ejemplo de la fuerza de un pietismo burgués y laico, como quizá lo sean algunas páginas y algunas derivas del Quijote. No hablo, por supuesto, de influencias directas, pero sí de convergencias históricas significativas.

P: ¿Habrá hueco para celebrar a santa Teresa de Jesús en su dimensión literaria en su quinto centenario?

R: Fue el primer Menéndez Pelayo quien pretendió el difícil equilibrio de tener presente a la vez santidad, literatura y, de propina, representatividad patriótica. Y el centenario de la madre Teresa en 1882, como el de Juan de la Cruz en 1942, sostuvieron la confusión, y cada estudioso secular del caso se ha visto en la obligación de justificarse al respecto, desde Dámaso Alonso a Víctor García de la Concha. Espero que la inminente celebración de 2015 pueda ver con saludable distancia esos tres elementos; por lo que toca a la protagonista, el rescate de su biografía “oculta”, el minucioso conocimiento del alcance de su proyecto fundador y el convincente estudio de sus fuentes literarias y de su originalidad permiten augurarlo así.

P: La expulsión de los jesuitas sirvió para evolucionar la asfixiante cultura española mediante una suerte de libertad en el destierro. ¿No aprecia ciertas similitudes con el exilio fértil de algunos escritores de la Guerra Civil?

R: La expulsión de los jesuitas fue el resultado de un choque de trenes entre una orden intelectualmente poderosa e influyente y unos excelentes funcionarios del moderno poder civil. El exilio de 1936 fue otra cosa, pero lo cierto es que la fervorosa actividad patriótica y apologética de su país por parte de los jesuitas españoles en Italia tiene alguna similitud significativa con la admirable fidelidad de los desterrados republicanos hacia su lengua, el recuerdo y estudio de su patria y su terne voluntad de explicar (y explicarse) las razones de lo que les había llevado lejos de ella.
 

Sin generaciones

P: ¿Diría que los autores del Siglo de Oro fueron más sutiles que los de la Edad de Plata al insertar su pensamiento en sus obras? ¿Es correcto hablar de Generación del 36?

R: No me gusta mucho la regimentación de los escritores en “generaciones”, algo que siempre simplifica y, a la vez, deforma los casos individuales. Pero es indiscutible que el nombre de “Generación de 1936”, como en buena parte el de “Generación del 27”, fueron buscados y defendidos por los escritores a los que concernían esos marbetes. Y esta voluntad de autoidentificación requiere, cuando menos, cierto respeto… En todos los casos, se trata de buscar vías que conecten la experiencia individual con la vida histórica colectiva; cada época ha vivido esa necesidad de forma diferente.

No tiene nada que ver la concepción de la sociedad bajo una monarquía autoritaria del Antiguo Régimen que la que se produce bajo un régimen liberal, aunque no sea muy democrático, como la España de la baja Restauración: pero ni Cervantes era más sutil, complejo e incisivo que Valle-Inclán, ni Lope menos vital y despierto que Ramón Gómez de la Serna, ni la poesía de Juan Ramón era menos revolucionaria y ambiciosa que la de Góngora. Simplemente, lo eran de otro modo y en otros ámbitos… En la historia de la literatura hay muchos cambios (que siempre se suman), pero también continuidades de fondo que perseveran. Esta historia es estable y dinámica, a la vez.

P: ¿En qué medida ha pesado la tradición escrita en la formación del nacionalismo español y de sus iguales periféricos?

R: Es indiscutible que se ha producido un uso del legado literario como factor de identidad nacional, aunque –como apuntó Francisco Rico– es discutible el orden de prioridad de los términos. Si fue un impulso político el que constituyó una “literatura nacional” o si fue ese legado literario el que dictó a lo largo del tiempo posterior los términos de lo que llamamos un “carácter nacional”. A la hora de la verdad, uno comprueba que todos los grandes escritores catalanes, vascos o gallegos, incluso los que son independentistas, conocen de maravilla la literatura española escrita en castellano. Somos nosotros, a menudo, los que no los leemos a ellos…

P: ¿Tiene sentido, hoy en día, escribir una obra articulada sobre la identidad local?

R: Mi primera tentación es decir que no por una cuestión de principio: no se debe escribir nada con un propósito previo y, de añadidura, si es algo tan vago como la “identidad local”. Otra cosa es que, al cabo, al escritor le salga una obra en la que se encuentran y se reconocen muchas personas de una comunidad: nunca serán todos, por supuesto, ni a menudo esa sensación resistirá el paso del tiempo. Lo que sobrevive es siempre la obra compleja, no la unilateral, y menos la castiza.

P: ¿Cuál sería su árbol genealógico de la literatura en español?

R: No es una lista fácil, pero vale la pena arriesgarse: el Arcipreste de Hita, los autores de La Celestina y del Lazarillo, Garcilaso y Fray Luis de León, Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, Cervantes, Lope y Calderón, Góngora y Quevedo, Moratín y Cadalso, Larra, Bécquer, Galdós, Clarín, Unamuno, Baroja, Valle-Inclán, Juan Ramón Jiménez, Ortega… A partir de ahí es ya muy difícil aventurar un listado que no sea injusto y, en lo que concierne a los últimos tres cuartos de siglo, que no sea imposible.

P: ¿Hacia dónde nos dirigimos?

R: No lo sé. En todo caso, parece que vamos a una escritura más egoísta y personalizada en los escritores más exigentes, a la vez que al predominio de los “géneros” que ofrecen lo previsible al lector medio y le exigen bien poco. La difusión electrónica, que tiende a la banalización, que estimula la lectura discontinua y que ofrece la posibilidad de opinar sobre lo que no se conoce bien y de enterarse a medias de casi todo, no va a mejorar mucho las cosas. En un tiempo de transición, como lo es el nuestro, toda profecía puede cumplirse… y desmentirse.

En el nº 2.906 de Vida Nueva

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