Madrid y el signo de los tiempos

Juan María Laboa, sacerdote e historiadorJUAN MARÍA LABOA | Profesor emérito de la Universidad Pontificia Comillas

“En la época que iniciamos, nuestra diócesis puede convertirse en un espacio de paz, alegría, fraternidad, acogida y escucha, servicio y humildad…”

Ahora que se inicia una nueva etapa esperanzadora en la Diócesis de Madrid, cuando estamos a punto de conocer a su nuevo obispo, el nuevo servidor de la diócesis, puede ser la ocasión de expresar nuestros deseos, de pedirle al Señor que nos envíe un pastor y no un cacique, un sacerdote que huela a oveja, que sea humilde, cercano y capaz de escuchar, alguien con espíritu de conversión pastoral y sin querencias de clericalismo.

Un obispo que trabaje colegialmente con sus hermanos obispos sin arrogancia ni prepotencia, que no imponga sus criterios amparado en manejos curiales, sino que contemple la buena fe y la pluralidad de los cristianos, los sacerdotes y obispos, movidos todos por las palabras del Señor y no por interpretaciones interesadas del derecho o de las normas.

Un hermano mayor que conozca y viva su papel de centro de la comunión diocesana, que, sin imponer sus caprichos o su ansia de poder, acoja e integre las diversas realidades diocesanas, todas igualmente eclesiales, aunque no dependan directamente de él, y por eso las anime, porque todas ellas sirven al pueblo de Dios. Que su vivienda sea no la mesnada de incondicionales, sino una casa abierta a todos.

Un pastor capaz de conocer y estimar las diversas sensibilidades existentes en su comunidad y aliente las vocaciones sacerdotales y religiosas en seminarios abiertos a los signos de los tiempos, no porque respondan a su gusto, siempre parcial, sino al bien y necesidades de los creyentes, porque “cuando un cristiano se convierte en discípulo de la ideología, ha perdido la fe y no es discípulo de Jesús”, y termina convirtiendo la Iglesia en un espacio cerrado, en donde “quienes pasan por su puerta no pueden entrar y el Señor, que está dentro, no puede salir”.

Debe ser claramente conciliar, en doctrina y talante, convencido de que “la Iglesia no es una aduana, sino la casa del Padre” y de que “una extrema centralización, más que ayudar, complica la dinámica misionera”; consciente de que “no se pueden llenar los seminarios con cualquier clase de motivaciones” y capaz de preguntarse, con el papa Francisco, si “ayudamos y acompañamos a los laicos, superando cualquier tentación de manipulación o sometimiento indebido”.

Un obispo capaz de comprender la capacidad dinamizadora de los religiosos en la comunidad creyente, agradeciendo su disponibilidad, creatividad y libertad de espíritu. ¡Bendito el que anima e inútil quien solo recrimina!

Un obispo transparente, que olvide su ego, que no engañe con tramoyas pastorales deslumbrantes de pura apariencia, que sea austero en sus gastos, sin corte de bufones y buscavidas, que viva en pura normalidad y austeridad. Cuando el obispo ejerce el poder mundano, siempre contradice la debilidad asumida durante su vida por Cristo. La Iglesia crece por atracción, no por sus apariencias y poderes. De hecho, Dios llama a la debilidad para las acciones más importantes.

En la época que iniciamos, nuestra diócesis puede convertirse en un espacio de paz, alegría, fraternidad, acogida y escucha, servicio y humildad, y, al mismo tiempo, en un acicate dinamizador de la Iglesia española.

En el nº 2.906 de Vida Nueva

 

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