El país de las víctimas

gestionsolidaria1gestionsolidaria2

Las víctimas pasaron a ocupar el centro de la escena que antes era de los victimarios.

Desde allí emplazan a sus victimarios y, además, a la sociedad y a los gobiernos.

Cuando demandan, como reparación, servicios públicos, una escuela o una carretera que les debían, revelan que el incumplimiento de los gobiernos es una forma de victimización.

Si este hombre de Segovia, Antioquia, fuera incluido en alguna de las cinco comisiones de víctimas que irán a La Habana para dar testimonio y exponer qué es lo que espera en materia de verdad, justicia y reparación, esto es lo que encontraría.

Él todavía lleva, imborrable, el recuerdo de aquellos meses en que había 3, 4, hasta 5 muertos diarios. Compara con la matanza del 11 de noviembre de 1988, cuando murieron 46, y la de estos meses que ahora recuerda es más grande. En esas semanas lloraron a más de 200. De eso querría hablar allí, no para que le reparen a la gente el daño, porque eso nadie lo repara; él propondría que se vea la manera de que eso no se vuelva a repetir.

derechos-del-pueblo_Equipo-Jurídico-Pueblos

Pero ¿qué es lo que encontraría?

Ninguna de las personas del grupo de víctimas le sería conocida, todos llegarían desde distintos lugares de Colombia porque deberán representar los seis millones y medio de víctimas que en estos cincuenta años se han acumulado. Sin embargo, será como si se hubieran conocido de toda la vida porque comparten recuerdos parecidos y esperan una reparación igual. Son víctimas como él. Alguno tendrá la ilusión de saber de algún secuestrado, y de algún desaparecido. Podría encontrarse con una mujer pálida que no puede olvidar cómo le mataron al hijo en su presencia. Habría víctimas de las minas antipersonales; o los que fueron despojados de todo, hasta de sus familias y que ahora viven el destierro del desplazamiento, y los que cuando intentaron regresar a su tierra la encontraron ocupada por una gran empresa de biocombustibles.

Esto es lo primero que vería en La Habana, en ese gran centro de convenciones: gente de todo el país que contaría, cada uno, una historia distinta, pero igual de aterradora. También contarían cómo habían pretendido apoderarse de su historia unas señoras de los partidos políticos. Esto sí que hubiera sido un problema. Por ser víctimas de los paramilitares, él y otros perseguidos por ellos no serían tratados como a las víctimas de la guerrilla, como si el sufrimiento tuviera partido. Víctima es víctima, no importa el partido que le pagó o legitimó al agresor. Y agresor es agresor, no importa si fue guerrillero, o paramilitar, o coquero, o militar. El sufrimiento siempre es igual.

Esto que percibiría el hombre de Segovia es lo que ha resultado después de los acuerdos previos de los negociadores para darles voz y visibilidad a las víctimas. Se adoptaron unos principios de discusión y unas reglas para seleccionar a las víctimas que harán parte de las cinco comisiones que, sucesivamente y después de agosto hasta diciembre, viajarán a La Habana.

Había rabia, desilusión y amargura en el alma de los colombianos

El memorial de las víctimas

chiaramarLa idea es que les darán voz a las 35.000 víctimas del secuestro; a los 1.200 marcados por el horror de las masacres; son 10.000 los que se declaran víctimas de las minas antipersonales y 3.000 los que denuncian las ejecuciones extrajudiciales; 41.000 son víctimas de las desapariciones y el mayor número (el 85% del total) son los cinco millones y medio de desplazados, víctimas en su mayor parte del mayor despojo de tierras, después de las guerras civiles del siglo XIX.

Suponen los negociadores del gobierno y de la guerrilla que las voces de esta muchedumbre agraviada de tan distintas y crueles maneras serán oídas a pesar del ruido de unos partidos políticos y organizaciones que, desde ya, intentan capitalizar en su favor los reclamos y las propuestas.

Los foros de víctimas reunidos en Villavicencio, Barrancabermeja y Barranquilla fueron un adelanto de lo que se escuchará en La Habana en donde, adelantándose a esas voces, un guerrillero de las Farc afirmó, inapelable, que el 80% de la responsabilidad sobre las víctimas es del Estado.

La afirmación, sin prueba alguna, no tuvo credibilidad pero sí impacto en los medios de comunicación y le dio fundamento a la propuesta de una comisión para esclarecer las causas del conflicto, que probablemente se integrará como Comisión de la Verdad.

Las víctimas se encuentran, ciertamente, frente a los distintos intentos de ocultar o alterar la versión de lo que pasó, a pesar de que su necesidad de la verdad es prioritaria, aún más que la de las reparaciones materiales.

La discusión sobre esa comisión, que comenzó el 25 de julio, fue uno de los intentos de avanzar en la respuesta debida a las víctimas porque, tanto los negociadores como el país que sigue con expectativa las conversaciones, se están preguntando, con razón, en qué debe consistir la reparación.

El postconflicto será una reconstrucción del interior de las víctimas que deberá ser hecha por hombres y mujeres del espíritu

 

La reparación

La ley de víctimas les garantiza derecho a la verdad, medidas de reparación simbólica, garantías de no repetición y, además, una vez reconocida su condición de víctimas, les ofrece beneficios, en su mayoría económicos: los municipios les pagarán funerales, el preescolar, la primaria y el bachillerato, también créditos en Icetex para la universidad; les perdonarán en algunos casos las deudas en impuesto predial, y les darán prioridad en los proyectos de vivienda.

Hay previstos para ellos planes de financiación de pequeñas empresas. Se anuncia la restitución de sus tierras.

Pero cuando se abandona la nube rosada de las buenas intenciones y se toca la dura tierra de la realidad todo tiende al desvanecimiento o degradación de las promesas. En efecto, ni la estructura del Estado ni la capacitación de sus funcionarios ni el alma que ellos se han formado están respondiendo a los exigentes requerimientos de respuesta a las víctimas. Alguna comunidad puesta en situación de formular la clase de reparación que esperaba pidió una carretera que desde más de 30 años atrás estaba pidiendo a las autoridades. El pedido debió inquietar al gobierno: ¿quién era el victimario en este caso: el grupo paramilitar, autor de la matanza, o el gobierno que no había construido la carretera? ¿A quién respondía el Estado, a unas víctimas o a unos ciudadanos que reclamaban sus derechos? De esta clase de ambigüedades están hechas algunas de las dificultades para aplicar la ley de víctimas.

Los miles de millones gastados hasta ahora parecen perderse entre el espeso trámite burocrático y sobre todo, en el paquidérmico paso de la maquinaria oficial, casi paralizada por fiscalías y fiscalizadores y por la omnipresente desconfianza de los funcionarios inmovilizados por el terror de una acusación, de un proceso y de un escándalo.

El país se sigue preguntando en qué debe consistir la reparación

El país se sigue preguntando en qué debe consistir la reparación

Los debates y pujas alrededor de la selección de las víctimas que participarán en las conversaciones de La Habana, la presión de los políticos locales para obtener beneficios del régimen que la ley otorga a las víctimas, y los atajos de los que nunca fueron víctimas para convertirse, ante la ley, en víctimas con beneficios, son algunas de las dificultades para el cumplimiento y aplicación de la ley de víctimas.

Pero, aun si esa ley tuviera una ejecución óptima y los programas de atención sicológica tuvieran una eficacia y cubrimiento ideales, la respuesta de la sociedad a las víctimas sería incompleta porque tras las violencias de 50 años de guerra el alma de los colombianos ha quedado en las mismas condiciones de un enfermo grave.

El daño interior

Los siquiatras Kurt y Katy Spillman, asesores de los equipos negociadores en el conflicto palestino-israelí, llegaron a describir las marcas que deja la guerra en las personas y en la sociedad, y que se convierten en la tarea prioritaria del postconflicto. Ellos lo llamaron el síndrome del enemigo y su desmantelamiento aparece como el objetivo capital en un postconflicto.

El síndrome que describen los Spillman hace ver al enemigo como el radicalmente otro, por tanto es el mal; todo lo que hace es malo; y cuanto proviene de él no puede ser sino malo; por tanto aparece la actitud de “nada con el enemigo”, el enemigo no es una persona sino un grupo, una raza, un partido, un equipo de futbol o los habitantes de una población, de un barrio o de un país.

Del enemigo nada bueno se puede esperar, pero sí todo lo malo. Estas características revelan una alteración profunda de la capacidad de conocer, altera el entendimiento y tras este cambio radical llegan, arrasadores, los efectos sobre la voluntad.

Los Spillman emprenden, entonces, una averiguación sobre los mecanismos o prácticas de desmantelamiento de esas características del síndrome, que son las que nos servirán de guía para hablar de las acciones sociales necesarias en el postconflicto.

Aplicando la vieja norma de informarse con fuentes múltiples y diversas, se puede contrarrestar esa característica del síndrome que induce al rechazo de toda opinión del enemigo y de limitar la visión y el conocimiento a una sola dimensión y opinión. Por eso una sociedad que presta oídos y potencia las opiniones y propuestas de unos y de otros, revela la existencia de otras opiniones, muestra que unos y otros pueden tener elementos comunes; también pone en evidencia que unos y otros han propiciado errores, falsedades y engaños y abre caminos distintos a la sola protesta, el reconcomio y la airada denuncia. Es un trabajo con la opinión pública que previene los daños que hace sobre la mente este síndrome nacido del odio y de la intolerancia.

regioncaribe

Y frente al empeño de silenciar al otro y de que solo se oiga una voz, los medios y los periodistas pueden crear la oportunidad de que a todos se les oiga; con esto reducirán tensiones y contribuirán a un conocimiento más amplio y completo y por tanto alejado de la visión intolerante y excluyente.

Ante un síndrome que se propone arrebatarle la identidad al enemigo para convertirlo en la masa amorfa de lo genérico: los guerrilleros, los milicos, los fascistas, los comunistas, la tarea de la prensa será darle rostro a ese enemigo y desmantelar el mecanismo del odio con la información que individualiza y muestra personas. Es el acierto de las personas y medios de comunicación que se preocupan por darles rostro a los hechos. Una cosa es hablar del guerrillero, del fascista o del comunista y otra mostrar personas que tienen su vida personal y que, además, pertenecen a un grupo. Es más fácil detestar y odiar a un grupo que carga con toda clase de sindicaciones y culpas, que a una persona a quien se ha visto cara a cara y a quien no se puede acusar sin pruebas. Se desmantela esta forma de odio en cuanto se muestra a las personas en su individualidad.

Ese conocimiento del individuo se complementa cuando se conocen sus ideales, los motivos de sus acciones, el contexto de su vida, sus visiones del futuro, en el ambiente sosegado de una conversación, como base para una crónica o reportaje que elimina prejuicios, le resta argumentos a la animadversión emocional y descarga de energías negativas el desarrollo del postconflicto.

No se puede olvidar que al día siguiente de un acuerdo de paz no habrán desaparecido, como por ensalmo, las miradas prejuiciadas de uno y otro lado que, al mantenerse, harán imposible un clima de reconciliación. A la prensa y a los orientadores de personas –sacerdotes, maestros, padres de familia- les cabe la responsabilidad de contribuir a un cambio de atmósfera.

Si en las conversaciones de paz la confianza fue un elemento necesario, en el postconflicto aparece la urgencia de reconstruir la confianza, como una tarea de la que depende la autosostenibilidad de un proceso de reconciliación. Y la confianza se reconstruye con actos de confianza que, a su vez, son el resultado de un mejor conocimiento del otro. Hay que aceptar que durante el conflicto se mantuvo activa una operación de destrucción de la confianza en el otro, para atribuirle todo lo malo y negarle la posibilidad de ser bueno. Fue una demolición posible en el silencio que se impuso sobre la realidad del otro.

Esto explica a la vez el daño que la guerra hace en el alma de una sociedad, y el aporte que da la prensa que rompe esos silencios y que muestra a unos y a otros en su dimensión positiva y comprensiva de seres humanos.

franciscanosconventualesbogota

Me refiero, a las observaciones sobre los combatientes de la Segunda Guerra Mundial, particularmente en la experiencia de los judíos sometidos a las operaciones de exterminio del gobierno nacional socialista alemán. De eso supo la filósofa Hannah Arendt cuando destacó el poder desmantelador del odio de una política como la de los romanos, al convertir al contendor en un aliado. “Una vez finalizada la guerra, escribe la filósofa, los romanos no se retraían sobre sí mismos y su gloria, sino sobre el hecho de lo nuevo que habían obtenido: un nuevo ámbito político garantizado por el tratado de paz en el que los enemigos de ayer se convertían en los aliados de mañana”.

En efecto, un desmantelamiento del odio debe conducir a hacer de los contendores socios en la creación de una realidad social nueva; que es la idea que debería presidir los pensamientos de los colombianos cuando se discute sobre la posible participación de la guerrilla en la vida política del país.

Estas consecuencias del síndrome del enemigo crecen a la par con otras huellas de la violencia: el miedo, la desconfianza, la tristeza, y, sobre todo, el odio, devastador como un veneno.

En 1995 el Ministerio de Salud se preocupó y contrató un estudio sobre la salud mental de los colombianos. Al final se comprobó que el 61% de la población presentaba una alta posibilidad de sufrir trastornos mentales. Ese fue el titular con que se presentó el hecho en periódicos y noticieros. Según el estudio, 26 millones de personas habían sido afectadas de alguna manera por una amenaza o un secuestro, algún homicidio, el suicidio de alguien, una muerte natural o accidental. El estudio no tuvo en cuenta otras violencias, como el desempleo, la desintegración familiar, el consumo de droga, el desplazamiento, estafas o extorsiones. Se limitó a la violencia causada por los armados.

Esa violencia había cambiado el alma de los colombianos. Había rabia en el 24.5% de los encuestados; el 37.7% confesó un estado de desilusión; y el 8.6% mostraba una situación de amargura; sentimientos que afectan físicamente al 19%, y la salud mental del 6.8%.

Una tarea de reconstrucción

colectivoagrarioabyayala

Toda la buena voluntad de los gobernantes apenas si podrá responder a este daño. A ese destrozo interior que ha dejado la guerra tiene que corresponder una operación de reconstrucción interior en la que cada ciudadano tendrá que tomar parte.

La euforia que provocarán unos eventuales acuerdos de paz traerá el peligro de la ilusión colectiva de que aquel éxito político ya será la paz. Y solo estará comenzando una tarea de recuperación desde el odio a la comprensión; desde la intolerancia a la tolerancia; desde la indiferencia a la compasión; desde el rencor y la venganza al perdón. Deberá ser un cambio de tal radicalidad que para los colombianos implicará un cambio de alma.

Cuando se miran esas realidades que convirtieron a Colombia en un país de víctimas, y se propone el reto de responder tanto a la destrucción material e institucional como a la devastación interior de las personas, se comprende que esta deberá ser una acción para hombres y mujeres del espíritu: maestros, escritores, artistas, pastores, periodistas, investigadores, padres de familia, sacerdotes y, especialmente, gente de fe.

De todos ellos espera el país esa tarea sanadora y reconstructora después del paso arrasador del odio y de la destrucción.

Compartir