Ana María Matute va con Dios

La escritora y académica muere en Barcelona a los 88 años como un referente en la literatura española

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Ana María Matute va con Dios [ver extracto]

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | Va con Dios Ana María Matute (Barcelona, 1925-2014). A poco de cumplir 89 años, muere una de las escritoras referentes de la literatura española de la segunda mitad del siglo XX. Una de las miradas más originales e íntimas sobre la epopeya de la guerra civil, a la que volvía una y otra vez. A su infancia. Precisamente, en septiembre se publicará, ya póstumamente, su última novela, Demonios familiares (Destino), que transcurre en 1936.

En sus novelas, especialmente en sus numerosos relatos y cuentos infantiles, deja el rastro de una poderosa temática centrada en la hipocresía social, la Edad Media, la infancia, la injusticia, los marginados, la incomunicación, la guerra, el amor, el miedo, la angustia, la crueldad, el tiempo, la salvación y la inocencia perdida.

Gustavo Martín Garzo lo ha resumido perfectamente:

Ana María Matute es una de las autoras de nuestra lengua en las que late de una forma más decisiva esta visión a la vez trágica y luminosa de la vida.

Pero, entre sus páginas, también hay latente una espiritualidad que muchas veces reside en la naturaleza, en el bosque y también en una permanente experiencia de Dios, “aunque la rechazara durante muchos años”.
 

Presencia de Dios

En Matute, como en su obra –verdadero espejo de su sensibilidad–, hay un viaje de ida y vuelta hacia Dios. La fe estuvo muy presente en esas prodigiosas primeras novelas con las que se dio a conocer, especialmente Luciérnagas –con la que quedó en 1949 finalista del premio Nadal, y que luego reeditó corregida y ampliada en 1993–, pero también en Pequeño teatro (Premio Planeta, 1954) o Primera memoria, que le valió, ahora sí, el Nadal en 1959.

Sol, la adolescente creyente de Luciérnagas, tiene mucho en común con aquella joven que deslumbró en el panorama literario del medio siglo. “¡Porque, no vaya a creerse, yo creo en Dios!”, exclama Sol, como si lo dijera Ana María. “Sí, creía en Dios –prosigue la narradora anónima de la novela–. Se advertía que tenía miedo a algo impalpable, solo al decirlo. No miedo de los hombres, sino a algo distinto, más grande, más vago”.

La narradora nunca dejó de ser una niña, soñadora, imaginativa e independiente. Muchas de sus protagonistas tenían cinco años, once –la edad en la que le sorprendió la guerra civil–, adolescentes, mujeres siempre muy jóvenes que se enfrentaban en su pura inocencia a un mundo que no comprendían. Lo describió de modo sobresaliente y autobiográfico en Luciérnagas:

El odioso mundo al que eran arrojadas sin piedad todas las criaturas la llenaba de perplejidad respecto a Dios, su creador. Todo se le hacía de pronto contradictorio, monstruoso. No lo podía comprender, pero se guardaba de preguntar. Hablaba poco y no tenía ninguna amiga verdadera. La llamaban huraña y antipática.

Esa imagen de un Dios implacable, cruel, de una estricta educación en la que “aprendí profundamente a tener miedo de Dios”, como dice de nuevo Sol/Ana María, marcó un progresivo alejamiento de la fe.

Vino la duda, la increencia, la distancia de Dios; a la vez que la joven prodigiosa que comenzó a escribir a los cinco años se alejaba de su familia burguesa –su padre era propietario de una fábrica de paraguas en Barcelona–, marcadamente conservadora y católica.

“De pequeñita sí heredé su sentido religioso, como todos, pero luego, durante muchos años, fui atea. Ahora no, ahora no soy practicante, pero soy creyente a mi modo”, dijo en diciembre de 2010, cuando el jurado del Premio Cervantes le concedió un premio que debió de recibir mucho antes.

“Soy creyente. Desde hace diez u once años, quizá más. No practico porque no ando. Y porque una vez fui a una iglesia que hay aquí al lado… ¡y no había nadie! –añadió por aquel entonces en su propia casa de Barcelona–. Me dije: ‘¿Yo qué hago aquí?’. Me levanté y me fui. Tengo una idea de Dios, un día lo sentí de una manera muy profunda”. Aquel deslumbramiento del que habla Matute se lo confesó en una entrevista a la periodista Gema Veiga:

P: ¿Y Dios?

R: Lo único que se me ocurre decir de esa palabra es “el absoluto”. Yo no sé explicar a Dios, sin embargo, puedo afirmar que lo he encontrado.

P: Hábleme de eso, por favor.

R: Fue hace unos años, alrededor de quince. Tuve una sensación intensa, como de mucha paz. En el instante en que sucedió, lo más fuerte no fue descubrir que Dios existía, sino sentir profundamente que Él también sabía que yo existía. No me pidas que lo describa, pero sé que Dios sabe que estamos aquí.

P: ¿Recuerda qué hacía en ese momento?

R: Escribía. Estaba en una de esas pausas en las que antes me podía fumar un cigarrillo. Recuerdo que ese día había estado escribiendo de una manera muy satisfactoria. No buscaba nada. Quizá por eso lo encontré. Fíjate, creo que, precisamente, esa felicidad escribiendo fue lo que me llevó a Dios. ¡Pero no soy de las que va a misa, ni a ver al Papa!

P: ¿Eso afectó después a su vida?

R: Sí. Yo creo que aquello me hizo mejor persona. ¿Cómo te diría? ¡Fui más sabia! Me hizo más conocedora. Es como si viese la vida en cinemascope.

En esa y otras muchas entrevistas, en conferencias, anteriores incluso, Matute era reiterativa en el uso coloquial de expresiones como “Dios mío”, “si Dios quiere”, “si Dios lo permite”, “ay, Dios” o “mientras Dios me dé salud”, habituales también en su literatura, que van mucho más allá de lo cultural o lo aprehendido, que eran –son– un uso voluntario, deliberado. Una manera de estar siempre cerca de Dios, aunque no lo vislumbrara. Nada casual. Como aquella frase que se ha repetido como un responso a partir de su fallecimiento, el pasado 25 de junio: “Me parecería una auténtica falta de cortesía que Dios no existiera”, según contestó una vez. Creía en un Dios transformado, en un Dios del amor, de la felicidad, de la esperanza.

En 1998, arrostrada por el gran éxito de su mejor e indiscutible novela, Olvidado rey gudú –una hermosa novela antibélica de ciencia ficción medieval que tuvo 23 años en un cajón, los mismos en los que convivió con una honda depresión–, ocupó el sillón “K” de la Real Academia Española.

En aquel discurso de ingreso, que tituló En el bosque y que describió como “defensa de la fantasía”, expresó esa espiritualidad tan suya, tan imbricada en la imaginación que siempre cultivó en su literatura:

El abandono de la barbarie, de alguna forma, va ligado a esas creencias, a esa fe ingenua e indiscriminada. No seamos tan descreídos, no tanto como para imponer la desmemoria al conocimiento, si no queremos encontrarnos, al final, con las manos vacías. No olvidemos que el Diablo entra en todos los conventos, que Dios reside en todas las criaturas vivas del mundo, que la palabra descubre, desentierra del olvido o de la indiferencia futura aquello que nos hace distintos de las bestias.

Sol, la niña protagonista de Luciérnagas, repetía: “¡Dios, cuántas cosas habría de cambiar!”. Nunca se conformó. En la literatura encontró Matute no solo un modo de vivir: “Si yo no me morí a los cinco, seis y siete años fue por la literatura, por los cuentos que me contaban y por los que me inventaba yo”.

También una herramienta para transformar el mundo: “Para mí, escribir no es ni una profesión ni una vocación –dijo en alguna ocasión–, es una forma de estar en el mundo, mejor aún, es un medio para manifestar mi malestar en el mundo, un malestar que a veces es personal y a veces no. Yo no escribo para divertir, escribo para inquietar”. Para ser y hacernos más sabios. Para acercarnos a Dios. Con Él está.

jcrodriguez@vidanueva.es

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