“Todos somos parte de la familia humana”

Histórica oración por la paz de Francisco, Bartolomé I, Peres y Abbas en el Vaticano

Vaticano

“Todos somos parte de la familia humana” [ver extracto]

ANTONIO PELAYO (ROMA) | Inédita, emocionante, histórica y profética. Estos cuatro adjetivos definen la jornada que se vivió el domingo 8 de junio en el Vaticano. Inédita, porque nunca antes, en su milenaria historia, la Ciudad del Vaticano había visto rezar juntos a judíos, cristianos y musulmanes por la paz en el mundo.

Emocionante, porque el sentimiento que embargaba a sus protagonistas –el papa Francisco; los presidentes de Israel y de Palestina, Simon Peres y Mahmoud Abbas; y el patriarca de Constantinopla, Bartolomé I– se transmitió a todos los presentes. Histórica, porque abre sin duda un nuevo camino a israelíes y palestinos para buscar la paz en Tierra Santa. Y profética, porque, releyendo las lecciones del pasado, marca las líneas de un futuro que aún no se ha hecho presente.

Procedamos por orden cronológico en la descripción de los hechos: a las seis y cuarto de la tarde del domingo, solemnidad de Pentecostés, hizo su entrada en la Ciudad del Vaticano la caravana de tres coches que conducía al presidente del Estado de Israel, Simon Peres, acompañado por su embajador ante la Santa Sede, Zion Evrony.

En el dintel de la Casa Santa Marta le esperaban el Papa y Pierbattista Pizzaballa, custodio de Tierra Santa. Después de unos afectuosos saludos, se retiraron los cuatro a una sala para mantener un encuentro privado.

Un cuarto de hora después, otro cortejo automovilístico traía al presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Mahmoud Abbas (quien llegaba de Egipto, donde había asistido a la toma de posesión de Al-Sisi), acompañado por su embajador, Issa Kassiesieh. Acogido con un abrazo por Bergoglio, se dirigieron a otro salón en el entresuelo de la residencia papal.

A las siete menos cuarto, el patriarca ecuménico de Constantinopla, Bartolomé I, llegaba a Santa Marta. Por tanto, en el salón se produce el primer encuentro de los cuatro protagonistas. Peres y Abbas se abrazan y entrecruzan sus caras ante la mirada complacida del Papa. Se ha roto el hielo y ahora pueden dirigirse hacia un minibus blanco, que les conducirá a todos al escenario previsto para la ceremonia; un trayecto de pocos centenares de metros que recorren en animada conversación.

La elección del marco donde iba a desarrollarse la denominada Invocación por la Paz, su disposición y el desarrollo de la ceremonia llevó su tiempo a los organizadores; había que evitar a toda costa cualquier error que pudiera herir la sensibilidad de los participantes.

Quedó descartada desde el principio la basílica de San Pedro o la capilla de Santa Marta, por ser templos católicos; dentro del Palacio Apostólico resultaba difícil encontrar un espacio sin evidentes testimonios de la religión cristiana o de la historia papal. Se decidió realizarlo en los jardines y, dentro de ellos, en un prado triangular que se encuentra entre la Casina Pío IV (sede de la Academia Pontificia de Ciencias) y los Museos Vaticanos.

En este idílico escenario, iluminado por un sol poniente, fueron dispuestas las tres delegaciones. La vaticana la componían el secretario de Estado, Pietro Parolin; Roger Etchegaray, presidente emérito de Justicia y Paz; su sucesor en dicho cargo, Turkson; y los cardenales Tauran, Sandri, Koch y Bertello, acompañados por los monseñores Becciu y Mamberti. También estaban el patriarca latino de Jerusalén, Fouad Twal, así como el rabino Abraham Skorka y el imán Omar Abboud, amigos argentinos del Pontífice.
 

Delegaciones multirreligiosas

En la delegación de Israel había representantes de la religión judía –rabinos como David Rosen o el presidente de las comunidades judías de Roma, Riccardo Pacifici–, de la comunidad drusa, dos musulmanes y un cristiano; no formaba parte de ella el rabino jefe de Roma, Riccardo di Segni, que manifestaba de esta manera su desacuerdo con la iniciativa.

En la delegación que acompañaba al presidente Abbas, junto a otros miembros de su equipo, figuraban el ministro para Asuntos Religiosos, Mahmoud Alhabbash; el patriarca emérito de Jerusalén, Michel Sabbah; el obispo luterano Monib Younan y el jeque Jamal Abu Alhanoud, entre otros. Ambas delegaciones habían invitado conjuntamente a Su Beatitud Teófilo, patriarca greco-ortodoxo de Jerusalén, que es el primus de la comunidad cristiana en la Ciudad Santa. Colocados cada uno en sus puestos, la ceremonia podía comenzar.

A las siete de la tarde, el Papa, los dos presidentes y el patriarca hicieron a pie su entrada en el prado, al fondo del cual había tres sillones idénticos, que ocuparon Bergoglio, Peres y Abbas.

Bartolomé I se situó a un lado. Dijo una presentadora, abriendo la ceremonia:

Nos hemos reunido en este lugar israelíes y palestinos, judíos, cristianos y musulmanes para ofrecer nuestra plegaria por la paz, por la Tierra Santa y por todos sus habitantes.

Luego explicó que cada oración se dividiría en tres tiempos: el primero para alabar a Dios por el don de la Creación, “que nos hace a todos miembros de una sola familia”; el segundo para “pedir perdón por todas las veces que no nos hemos comportado como hermanos y hermanas”; y el tercero, finalmente, para que Dios “conceda el don de la paz a la Tierra Santa y nos haga capaces de ser constructores de la paz”.

Los judíos iniciaron el rito, en hebreo, con los salmos 8, 147, 25 y 130, a cuya lectura siguió como invocación de la paz una oración de Nahman de Breslavia, en la que se dice: “Divino soberano al que pertenece la paz, que tu voluntad sea poner fin a la guerra y al derramamiento de sangre en el mundo, difundir una paz perfecta y maravillosa en el mundo, de modo que las naciones no levanten la espada una contra la otra y que no imperen las guerras”. Al final, un rabino cantó su invocación por la paz:

A Ti, Señor, nuestro Dios, que nos has dado una torah de vida, amor y respeto, de rectitud y bendición, de misericordia, vida y paz.

El momento cristiano lo inició Bartolomé I con una lectura de Isaías en la que se anuncia que “el lobo y el cordero pastarán juntos, el león comerá la paja como un buey mientras la serpiente comerá el polvo; no harán el mal en todo mi santo monte”.

La petición de perdón se hizo citando a san Juan Pablo II, para que “los cristianos –leyó el cardenal Turkson– sean capaces de arrepentirse de las palabras y actitudes causadas por el orgullo, el odio, el deseo de dominar a los otros, por la enemistad hacia los miembros de otras religiones y hacia los grupos más débiles de la sociedad, como los emigrantes y los gitanos”. La invocación por la paz tuvo lugar con la oración de san Francisco de Asís, “¡oh, Señor, haz de mí un instrumento de tu paz!”, en su versión en árabe.

Los musulmanes optaron por tres textos expresamente creados para la ocasión. Decía uno de ellos:

¡Oh, Dios, que eres el más misericordioso de todos , ya que nuestra esperanza está en tu misericordia y tememos tus castigos, mantennos alejados de los injustos y de los violentos! ¡Oh, Señor del mundo, ayúdanos a socorrer a los que son injustamente oprimidos, de modo que Tú nos concedas por ellos tu misericordia, tu perdón y tu complacencia!.

Un imán leyó otro texto en un sentido parecido:

¡Oh, Dios, Tú eres la paz, la paz proviene de ti y a ti retorna la paz. Con la paz revélanos la paz, haznos vivir en el reino de la paz, entre aquellos que no viven en el miedo y el dolor.

 

“Comienza un camino nuevo”

A medida que iba avanzando la tarde y, gracias en buena parte a las pausas musicales –con intervenciones de un refinado cuarteto, una arpista y un violinista solista– y a los momentos de silencio, la atmósfera se iba haciendo más densa y solemne, penetrando en todos la sensación de vivir un momento histórico. El Papa y los dos presidentes aparecían muy concentrados escuchando unas palabras reflejo de una gramática espiritual más fuerte que todas las divisiones. Le había llegado a cada uno de ellos el momento de hablar.

Francisco, como anfitrión, lo hizo en primer lugar, y enseguida manifestó su deseo de que “este encuentro sea el comienzo de un camino nuevo en busca de lo que une para superar lo que divide”, saludando la presencia de los dos presidentes como “un gran signo de fraternidad que se hace como hijos de Abraham”. Añadió después:

Señores presidentes, el mundo es un legado que hemos recibido de nuestros antepasados, pero también un préstamo de nuestros hijos: hijos que están cansados y agotados por todos los conflictos y que tienen ganas de llegar a los albores de la paz; hijos que nos piden derribar los muros de la enemistad y tomar el camino del diálogo y de la paz, para que triunfen el amor y la amistad. Muchos, demasiados de estos hijos, han caído víctimas inocentes de la guerra y de la violencia, plantas arrancadas en plena floración. Es un deber nuestro que su sacrificio no sea en vano.

“Para conseguir la paz –afirmó Bergoglio en el párrafo más explícito de su discurso [ver íntegro], leído en italiano– se necesita valor, mucho más que para hacer la guerra. Se necesita valor para decir sí al encuentro y no al enfrentamiento; sí al diálogo y no a la violencia; sí a la negociación y no a la hostilidad; sí al respeto de los pactos y no a las provocaciones; sí a la sinceridad y no a la doblez. Para todo esto se necesita valor, una gran fuerza de ánimo”.

“La historia –prosiguió el Papa– nos enseña que nuestras fuerzas, por sí solas, no son suficientes. Más de una vez hemos estado cerca de la paz, pero el Maligno, por diversos medios, ha conseguido impedirla. Por eso estamos aquí, porque sabemos y creemos que necesitamos la ayuda de Dios. (…) Hemos escuchado una llamada y debemos responder: la llamada a romper la espiral del odio y la violencia; a doblegarla con una sola palabra, ‘hermano’. Pero, para decir esa palabra, todos debemos levantar la mirada al cielo y reconocernos hijos de un mismo Padre”.

En su oración final, Francisco recogió las palabras de sus predecesores Pablo VI (“¡nunca más la guerra!”) y Pío XII (“con la guerra todo queda destruido”) para pedir al Dios de la paz que “sean desterradas del corazón de todo hombre estas palabras: ‘división’, ‘odio’, ‘guerra’. Señor, desarma la lengua y las manos, renueva los corazones y las mentes para que la palabra que nos lleva al encuentro sea siempre ‘hermano’ y el estilo de nuestra vida se convierta en shalom, paz, salam. Amén”.

El presidente Peres, que supera los 90 años y que ha conocido y combatido en varias guerras, comenzó diciendo que “la Ciudad Santa de Jerusalén es el corazón pulsante del pueblo judío. En hebreo, nuestra antigua lengua, la palabra ‘Jerusalén’ y la palabra ‘paz’ tienen la misma raíz” [ver discurso íntegro]. Aseguró el mandatario:

Dos pueblos, los israelíes y los palestinos, desean ardientemente la paz. Las lágrimas de las madres sobre sus hijos están todavía inscritas en nuestros corazones. Tenemos que poner fin a los gritos, a la violencia, al conflicto. Todos nosotros tenemos necesidad de paz. Paz entre iguales. (…) Todos somos iguales ante el Señor. Todos somos parte de la familia humana. Por eso, sin paz no estamos completos, tenemos que cumplir con nuestra misión de humanidad. La paz no llega fácilmente. Tenemos que ocuparnos con todas nuestras fuerzas para alcanzarla. Para alcanzarla pronto. Aunque esto requiera sacrificios y compromisos.

“Esto significa –afirmó a renglón seguido– que debemos perseguir la paz. Todos los años, todos los días. Nosotros nos saludamos con esta bendición: shalom, salam. Debemos ser dignos del significado profundo y exigente de esta bendición. Aunque la paz parezca lejana, nosotros debemos perseguirla para hacerla más cercana”.
 

Jerusalén, puerta al cielo

El último en hablar fue Mahmoud Abbas, quien también comenzó afirmando que “Jerusalén es nuestra puerta al cielo”, para seguir ya en forma de oración [ver discurso íntegro]:

Te suplico, oh, Señor, en nombre de mi pueblo, el pueblo de Palestina (musulmanes, cristianos y samaritanos), que desea ardientemente una paz justa, una vida digna y la libertad; te suplico, Señor, que hagas próspero y prometedor el futuro de nuestro pueblo, con la libertad de un Estado soberano e independiente. Concede, oh, Señor, a nuestra región y a su pueblo seguridad, salvación y estabilidad. Salva nuestra bendita ciudad, Jerusalén, la primera Kiblah, la segunda santa mezquita, la tercera santa mezquita y la ciudad de bendición y de la paz con todo lo que la rodea.

“Reconciliación y paz, oh, Señor, son nuestras metas –aseguró Abbas–. Por eso te pedimos la paz en Tierra Santa, Palestina y Jerusalén junto a su pueblo. Nosotros te pedimos que hagas de Palestina, y en concreto de Jerusalén, una tierra segura para todos los creyentes, un lugar de oración y de culto para los seguidores de las tres religiones monoteístas (judaísmo, cristianismo e islam) y para todos los que deseen visitarla, como está establecido en el sagrado Corán”.

Finalizados los discursos, hubo un momento de reflexión antes de dar paso a otro altamente simbólico en esta tarde tan llena de signos: la plantación de un olivo en los jardines vaticanos.

Con sus palas, Francisco, Bartolomé I y los dos presidentes depositaron al pie del arbolillo montones de tierra, hasta que quedó bien afianzado. Mientras los últimos rayos del sol aún despuntaban sobre los árboles, las tres delegaciones se fundieron en saludos y abrazos; los solideos púrpuras o violetas, las kipás blancas, azules o negras, los gorros de los imanes y muftís se movían con libertad en el prado, a la vez que los músicos seguían desgranando melodías.

Por sugerencia de Georg Gänswein, el Santo Padre invitó a sus huéspedes a dirigirse a la contigua Casina Pío IV, donde fueron acogidos por el canciller de las Academias Pontificias, Marcelo Sánchez Sorondo. Las últimas imágenes del Centro Televisivo Vaticano mostraban a cuatro seres humanos que se trataban con respeto y cordialidad, conscientes de la representatividad que llevaban sobre los hombros.

Pasadas las ocho y media de la tarde, la transmisión televisiva finalizó. Entonces, en la Sala de Prensa de la Santa Sede, reporteros e informadores de todo el mundo transmitían imágenes y comentarios de una jornada excepcional en todos los sentidos.

Sería ingenuo adelantar acontecimientos o previsiones de futuro. El objetivo del Papa no era, desde luego, arrancar un triunfo fácil o un aplauso de la galería mediática (que, por otra parte, no se lo regatea), sino sembrar una buena semilla e intentar contrarrestar todas las malas hierbas que pueden impedir el crecimiento de una planta tan delicada como la paz.

En el nº 2.898 de Vida Nueva

  • Encuentro de oración en el Vaticano:

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  • Vídeo íntegro del evento:

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