Editorial

Dos modelos de santidad para la comunión

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Juan Pablo II y Juan XXIII
 
EDITORIAL VIDA NUEVA | Será este domingo, 27 de abril, en lo que se prevé una ceremonia histórica, cuando el papa Francisco, acompañado al parecer por el papa emérito, Benedicto XVI, canonizará a dos antecesores suyos contemporáneos, Juan XXIII y Juan Pablo II, dos figuras que marcaron el devenir de la Iglesia en el convulso siglo XX y a las que es bueno reconocer y, más aún, aprender de sus virtudes, por las que serán inscritos sus nombres en el libro de los santos.

Lejos de filias, fobias o preferencias; lejos de banderías ideológicas o papolatrías envejecidas de uno u otro signo, resulta positivo y enriquecedor para el Pueblo de Dios que personajes de este calado, que ya mostraron sus inmensas virtudes en vida, puedan ser propuestos como modelo de fe, de entrega y, sobre todo, de aceptación de la voluntad de Dios. En un mundo necesitado de referentes, Juan XXIII y Juan Pablo II, con las limitaciones de la vida humana, son dos testigos de la permanente actuación de Dios en el mundo y en la Iglesia.

La trayectoria de ambos, lejos de ser uniforme, es coral, con estilos diversos pero complementarios y con el único objetivo de llevar la alegría del Evangelio a los hombres. Esa era la intención de Roncalli al convocar el Concilio Vaticano II o la de Wojtyla al convocar las Jornadas Mundiales de la Juventud. Dos papas, dos estilos, dos pontificados fecundos para la misma Iglesia. Es importante que así se reconozca, así como lo es que su canonización conjunta sea vista como una llamada a la comunión, tan importante para que el mundo crea.

Diversos pero complementarios, Juan XXIII y Juan Pablo II
tuvieron un único objetivo: llevar al mundo la alegría del Evangelio

Sería injusto no reconocerles su contribución al relanzamiento de la misión del primado de Pedro, en tiempos convulsos, históricamente azorados. La apertura propiciada por ambos, incluso algunos aspectos que pudieran parecer freno en el papa Wojtyla, ayudó para que el sucesor de Pedro dejara de ser reconocido por la ostentación de oropeles y tiara o solo la infalibilidad.

Lograron que el papa estuviera más cerca de los fieles; la que comenzaron a sentir cómo una figura antes inaccesible, ahora se acercaba cada vez más a ellos. Ahí está el Discurso de la Luna de Juan XXIII o los innumerables viajes apostólicos de Juan Pablo II. El primero, que ayudó a la renovación de la Iglesia desde dentro, y el segundo, que la introdujo en el tercer milenio, en una nueva era llena de desafíos.

Por todo esto, y por más, es bueno que se reconozcan las vidas y virtudes de estos dos gigantes del siglo XX; no es posible no reconocerles su figura, trayectoria y entrega. Sin embargo, no se debiera caer en la canonización automática de los sucesores de Pedro, como si la sola circunstancia de serlo ya fuera suficiente para reconocer la santidad de cada uno de ellos. Si caemos en esta línea, no haríamos sino incurrir en aquello que Francisco viene denunciando antes y después de acceder al pontificado: la autorreferencialidad, una Iglesia que se mira a sí misma y no sale afuera.

Ciertamente, es un peligro, que compete al Papa y a organismos curiales, pero, en cualquier caso, es una ocasión para recordar que, tras estos nuevos santos, hay otros anónimos, que vivieron la santidad cada día y que tienen su sitio en el corazón de los creyentes. Una fiesta gozosa y esperanzada.

 
En el nº 2.891 de Vida Nueva

 

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